Escritos clandestinos
ALIRIO PÉREZ LO PRESTI. El intelectual es contracorriente por naturaleza, por una parte, porque cree tener atributos que otros no tienen y eso le confiere una especie de supremacía...
Hay un par de cosas con las cuales suelo quedar en deuda de manera repetida, al punto que es un reclamo que se me hace con insistencia y de tanto responder, termino quedándome sin respuestas. Uno es el tema de mi biblioteca y el otro es el de mi estatura.
La biblioteca de mi padre ha sido siempre una joya de textos inasibles, de capítulos inéditos de importantes manuscritos de grandes autores publicados a medias y de una acuciosa pericia para seleccionar los mejores libros en una suerte de recorrido eterno por la cultura universal. Habiendo copiado el modelo de mi ascendente, desde muy, pero muy temprana edad, me dediqué a tener la mejor biblioteca que se pudiese lograr en una vida, o más de una. Desde los temas de rigor a los cuales me dedico por un asunto de vocación profesional, hasta los más rizados, que van desde las grandes obras de la filosofía griega, atravesando toda la novelística sin excepción, dándole concepciones más que excepcionales a la poesía, alumbrado por la ensayística de buen tono de los grandes maestros universales y como colofón, la dramaturgia más que puesta en escena.
Por tendencia al viaje repetido, he perdido unas cuantas bibliotecas excelsas, lo cual pudiera ser un mal accidente para alguien que no escribe, pero es plomo en el ala para cualquier persona que necesita recurrir a las fuentes originales de infinitud de información a la cual requiero tener alcance. Para el día de hoy, mi biblioteca es igual a cero, a tal punto que no conservo ni un ejemplar de la docena de libros que he escrito. Viéndolo muy bien, es un asunto de peso, porque los libros pesan mucho más de lo que cualquiera imagina. Al asumir el rol de trashumante, no hay quien aguante la carga que representan las obras.
Una responsabilidad mayor ocurre cuando, sin biblioteca en mano, nos vemos en la necesidad de citar literalmente a capela, sin texto referencial en mano, exhibiendo una memoria temeraria y una ausencia de escrupulosidad que nos ruboriza personalmente, pero que simultáneamente nos permite jactarnos de una capacidad memorística que alardeamos como una afrenta a cualquier forma de inteligencia, en el mejor de los terrenos. Dicho de la forma más concreta: el intelecto siempre está relacionado con la capacidad de disentir y en ese disentimiento irremediablemente eterno, se establece una categorización que de define lo que llamamos “intelectual”.
El intelectual nunca es el que piensa, sino el que piensa distinto. El intelectual es contracorriente por naturaleza, por una parte, porque cree tener atributos que otros no tienen y eso le confiere una especie de supremacía relacionada con la sapiencia, pero objetivamente hablando, el intelectual es precisamente quien, en una sociedad, se atribuye el rol de cuestionar las pautas con las cuales la mayoría de las personas se identifican. De ahí el distanciamiento del hombre de ideas con lo populachero.
Acababa de graduarme de médico, cuando en 1991 perdí la mejor de las bibliotecas a la cual podía aspirar un hombre de mi edad. Luego los múltiples viajes hicieron deslaves de textos inmortales y de joyas sin parangón. Afortunadamente he tenido los mejores amigos, que sin excepción fueron más consecuentes con el amor a los libros y pusieron a mi disposición insólitas bibliotecas, a las cuales entraba y salía sacando y devolviendo obras, como si fuese cada una de ellas de mi propiedad. Desde Luis Rodríguez Torres hasta Jesús Alberto López Cegarra (y entre ellos, infinidad de amigos comunes), han puesto cada uno de sus libros a mi completa disposición los 365 días del año, en la medida en que por una emergencia o una banalidad he requerido tener en mis manos la mejor edición, la más emblemática traducción o el mejor ejemplar de cuanto autor se podría imaginar.
Todo este asunto no tendría mayor interés si no fuese porque a la par de que he tenido que lidiar con haber perdido unas cuantas bibliotecas, nunca he tenido un lugar para escribir. No he tenido la Isla Negra de Pablo Neruda, sino, a lo sumo, pequeños espacios de inmuebles diminutos, habitaciones con ventana que dan a una pared de ladrillos, lupanares de excepción en donde me he encerrado para teclear, pensiones de puñalada segura frente al Paseo Orinoco; bibliotecas públicas a las cuales he podido tener acceso excepcionalmente, posadas de mala muerte en noches eternas de un notable pueblo cualquiera de los Países Bajos, terrazas efímeras al lado del río Apure y salas de estar de los mejores hoteles del mundo. Así más o menos he venido escribiendo en medio siglo de vida, sin tener, en definitiva, un gran lugar para escribir, lo cual me lleva a aceptar la idea que por no haber tenido un sitio para poder plasmar lo que se me ocurre, los he tenido todos, al menos todos a los cuales he tenido acceso.
Asunto de menor interés, pero de mayor curiosidad, es la cuestión de mi tamaño. Por Dios que hay gente que me ha insistido en el tema. Ese será un próximo trabajo.
@perezlopresti
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