Del amor propio
Técnicamente, la soberbia consiste en atribuir a nuestros propios méritos lo que en realidad son dones concedidos por Dios
Una de las lecciones de vida más contundentes que he recibido llegó a mí de labios de un vecino, a bordo de un autobús: “Es como las mascarillas de oxígeno en el avión. ¿No has escuchado cuando dicen: en caso de descompresión, las mascarillas aparecerán automáticamente. Antes de ayudar a otro pasajero, cerciórese de tener la suya bien puesta? Pues eso, porque si quedas inconsciente, las personas que están a tu cargo quedan a la deriva”.
Esta sencilla sentencia resultó una epifanía que me liberó de una gran dosis de culpa: tenía que estar bien, ya no por mí, sino para estar en condiciones de atender a otros.
Quienes entienden que habituamos un cuerpo que no somos nosotros, discernirán con mayor rapidez el hecho de que se trata de una herramienta, un equipo, al que hay que ofrecer mantenimiento para poder seguir usándolo y que el amor se traduzca en actos de servicio.
Esta reflexión la desencadena algún texto visto en las redes, atribuido a Charles Chaplin: “Cuando empecé a quererme, me liberé de todo lo que no era bueno para mí. Alejé de mí personas, comidas, situaciones y todo aquello que me hundía. Al principio lo llamé egoísmo, pero ahora sé que es amor propio”. Y es que, a pesar de que en las Escrituras (Mateo 22:37–39). se dice que tenemos que amar al prójimo como a nosotros mismos (no más que a nosotros mismos) parece que tuviéramos cierto prurito en autocuidarnos.
Al igual que la mayor parte de las personas contemporáneas conmigo, me he pasado la vida oyendo hablar de alta y baja autoestima. Siendo, como soy, de raigambre católica, en mi familia el amor propio se asimilaba con el orgullo, el egoísmo y la soberbia, nada menos que el primero de los pecados capitales.
Si bien en muchos episodios del Evangelio se nos invita a privarnos aun de lo esencial para cuidar de otras personas, anteponiendo las necesidades y los intereses de otros a las nuestras, la mayor parte de las veces no ese el caso.
Retomemos la idea inicial: la de que nuestro bienestar repercute directamente en el de aquellos hacia los que queremos prodigarnos. Cuidar nuestra salud, agradecerla, y utilizarla para hacer el bien a otros, es una expresión de humildad, amor y devoción.
No se trata de justificar nuestra autocomplacencia acallando nuestros remordimientos: se trata de poner este cuerpo material y pasajero (ilusorio, diría alguien a quien quiero mucho) al servicio de los demás, mientras nos encontremos en este mundo. Hasta el propio San Francisco de Asís, que veía en la pobreza una manera de asimiliarse a Cristo, abogaba por la limpieza y el orden, pilares de la salud, afirmando que el cuidado personal era importante, para que no se creyera que la pobreza era en sí misma repugnante.
linda.dambrosiom@gmail.com
Esta sencilla sentencia resultó una epifanía que me liberó de una gran dosis de culpa: tenía que estar bien, ya no por mí, sino para estar en condiciones de atender a otros.
Quienes entienden que habituamos un cuerpo que no somos nosotros, discernirán con mayor rapidez el hecho de que se trata de una herramienta, un equipo, al que hay que ofrecer mantenimiento para poder seguir usándolo y que el amor se traduzca en actos de servicio.
Esta reflexión la desencadena algún texto visto en las redes, atribuido a Charles Chaplin: “Cuando empecé a quererme, me liberé de todo lo que no era bueno para mí. Alejé de mí personas, comidas, situaciones y todo aquello que me hundía. Al principio lo llamé egoísmo, pero ahora sé que es amor propio”. Y es que, a pesar de que en las Escrituras (Mateo 22:37–39). se dice que tenemos que amar al prójimo como a nosotros mismos (no más que a nosotros mismos) parece que tuviéramos cierto prurito en autocuidarnos.
Al igual que la mayor parte de las personas contemporáneas conmigo, me he pasado la vida oyendo hablar de alta y baja autoestima. Siendo, como soy, de raigambre católica, en mi familia el amor propio se asimilaba con el orgullo, el egoísmo y la soberbia, nada menos que el primero de los pecados capitales.
Técnicamente, la soberbia consiste en atribuir a nuestros propios méritos lo que en realidad son dones concedidos por Dios. En el ámbito de la psicología, el autorrespeto tiene que ver con el poner límites que impidan que nos avasallen. Y todo ello está bien. Pero apenas recientemente he comprendido que “quererse a uno mismo” es tratarse a uno mismo del mismo modo que debería tratar a cualquier otra persona: con bondad.
Dicho sea de paso, y para apaciguar los escrúpulos de quienes vean en este comportamiento una actitud egoísta, valdrá la pena recordar que el quinto mandamiento es No matarás, y eso pasa por respetar no solo la vida humana, sino cualquier otra manifestación de vida, y por evitar el deterioro del entorno del que depende nuestro físico. Y nos excluye a nosotros mismos.
Si bien en muchos episodios del Evangelio se nos invita a privarnos aun de lo esencial para cuidar de otras personas, anteponiendo las necesidades y los intereses de otros a las nuestras, la mayor parte de las veces no ese el caso.
Retomemos la idea inicial: la de que nuestro bienestar repercute directamente en el de aquellos hacia los que queremos prodigarnos. Cuidar nuestra salud, agradecerla, y utilizarla para hacer el bien a otros, es una expresión de humildad, amor y devoción.
No se trata de justificar nuestra autocomplacencia acallando nuestros remordimientos: se trata de poner este cuerpo material y pasajero (ilusorio, diría alguien a quien quiero mucho) al servicio de los demás, mientras nos encontremos en este mundo. Hasta el propio San Francisco de Asís, que veía en la pobreza una manera de asimiliarse a Cristo, abogaba por la limpieza y el orden, pilares de la salud, afirmando que el cuidado personal era importante, para que no se creyera que la pobreza era en sí misma repugnante.
linda.dambrosiom@gmail.com
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