La revelación femenina enaltecida
Si el Creador hablara –es silencioso- , conoceríamos la enorme verdad: somos una santa cruzada que tuvo el coraje de revelarnos ante la muerte injusta...
A lo largo de los años -y hemos cruzado ya la costanera de la vida- sabemos que no es fácil ser hembra. En ningún tiempo lo ha sido en la historia humana. Las legislaciones occidentales –hay otras en sequeral- manifiestan en sus textos legislativos la igualdad sin distinción de sexo, pero al elevarse la realidad, se descubre una perspectiva infecunda en la cual las hembras son aristas enfrentadas a una difícil situación: disminución de oportunidades para ellas en la inagotable tarea del subsistir cada mañana al despertar la alborada.
Es incontrovertible que la mujer actual –que conoce a escala sus derechos- va consiguiendo, con denodados esfuerzos, sus fines, y aún así no ha podido obtener aún lo justo necesario para la existencia: una equivalencia compartida en cada uno de los escalafones que forman la sociedad, a partir de los albores del tiempo que comenzó a transitar en el Paraíso anhelado de Dante Alighieri.
Existe no obstante una realidad que desmenuza las membranas de la cutícula y por ellas surge a borbollón la arisca situación: el único laurel que ha logrado la mujer en la actualidad son las suturas perforadas a lo largo de su cuerpo.
Con cada uno esos engarces se pueden hacer una escalinata de peldaños despiadados que deberían ser mencionados con acopio y pesadumbre.
Todos y cada uno de los días con sus largas oscuridades una mujer es sañudamente maltratada, o muere a manos de su pareja, ese individuo al que un día ella le suministró su afecto, apretó su cuerpo infinidad de veces sobre el suyo, le parió hijos y lo veía cual la luminosidad de sus esperanzas.
Los informes de prensa -impersonales e impávidos– al informar del suceso lo zanjan con una línea: fulanito mató a su compañera en una riña. No hay detalles –o muy pocos- no obstante, si uno remueve el áspero suceso, abre los entretelones de la congoja y la angustia sobre una realidad colmada de padecimientos, soledades y aprensiones.
Es sabido que existen tantas llagas en la epidermis de la mujer como moléculas de rocío en un frío labrantío otoñal.
La situación del maltrato femenino es tan arduo a escala mundial, que la organización Amnistía Internacional exhorta permanentemente a los gobiernos de cada nación a incluir en sus programas sociales un compromiso para darles protección, especialmente en las zonas rurales y extrarradio de las amplias urbes metropolitanas. Igualmente en los actuales tiempos entre pandilla juveniles desasistidas.
Se podrían escribir docenas de páginas y no acabaríamos los relatos espeluznantes del maltrato a las mujeres de todos los niveles sociales. Habitualmente se revelan solamente aquellos sucesos más aberrantes, pero hay otros ocultos con un velo de impunidad, que hacen de los dramas un compendio pavoroso.
Vamos camino de las estrellas y más allá al encuentro de los limites del Universo, conocemos los cromosomas del cuerpo, se curan infinidad de enfermedades, gozamos de más años de vida y, aún así, seguimos luchando entre nosotros en nombre de Dios, Alá u otras deidades, lo mismo que en la Baja Edad Media. Un tiempo de espanto donde han muerto más mujeres consideradas brujas o adúlteras, que por decisión de la propia naturaleza.
Una fémina en ciertos lugares es menos que un animal. A éstos se les deja por los campos, pero en docenas de naciones ellas no son nada, un objeto. Se hallan confinadas bajo un futuro asfixiante. Muchas veces, en nombre de unas creencias religiosas que posicionan a la mujer en la categoría de servidora del hombre. Se negocia con ellas, se concierta su matrimonio sin su consentimiento, incluso en contra de su voluntad. Su valor se tasa en cabezas de ganado. No tienen derecho a decidir sobre su vida, no pueden ni siquiera mostrar su rostro. Están vivas, pero hace infinidad de tiempo que se han revertido en crepúsculos ennegrecidos.
Nadie lo sabe bien, pero quizás podrá llegar un día en que la humanidad ame a sus semejantes con diáfano afecto en lugar de matar y destruir. Es una utopía, y aún así los nuevos descubrimientos de la ciencia abren esa esperanza.
Hace tiempo se descubrió una fórmula para crear un individuo. El genoma fue completado en la escritura del lenguaje químico y con un sinnúmero de de bases nitrogenadas, intentaron concebir la nueva raza. Al final un desvarío, una manera de jugar a ser el Dios de la invisible presencia, que los seres humanos buscan en lo resquicios que afloran en sus impaciencias agrietadas.
Quizás suceda todo lo contrario y nos destruiremos antes de lo previsto en un cataclismo que duraría unos segundos, no quedando ni una partícula de polvo.
Es sabido que lo largo de la tradición humana, si hubiéramos levantado una escalera de la tierra al cielo protector, hubiéramos llegado ya a las mismas portezuelas del nirvana, y una vez allí, preguntarle a Jehová si en verdad Él es Él o una perturbada invención de la angustiada quimera humana.
Si el Creador hablara –es silencioso- , conoceríamos la enorme verdad: somos una santa cruzada que tuvo el coraje de revelarnos ante la muerte injusta.
En ese mismo instante, el Todopoderoso sollozaría cual un niño y sabría que el hombre y la mujer han sido hechos, como El mismo, para toda la perpetuidad, y sobre esa tormenta de luminaria, la mujer habría sido la infalible revelación de la vida.
rnaranco@hotmail.com
Es incontrovertible que la mujer actual –que conoce a escala sus derechos- va consiguiendo, con denodados esfuerzos, sus fines, y aún así no ha podido obtener aún lo justo necesario para la existencia: una equivalencia compartida en cada uno de los escalafones que forman la sociedad, a partir de los albores del tiempo que comenzó a transitar en el Paraíso anhelado de Dante Alighieri.
Existe no obstante una realidad que desmenuza las membranas de la cutícula y por ellas surge a borbollón la arisca situación: el único laurel que ha logrado la mujer en la actualidad son las suturas perforadas a lo largo de su cuerpo.
Con cada uno esos engarces se pueden hacer una escalinata de peldaños despiadados que deberían ser mencionados con acopio y pesadumbre.
Todos y cada uno de los días con sus largas oscuridades una mujer es sañudamente maltratada, o muere a manos de su pareja, ese individuo al que un día ella le suministró su afecto, apretó su cuerpo infinidad de veces sobre el suyo, le parió hijos y lo veía cual la luminosidad de sus esperanzas.
Los informes de prensa -impersonales e impávidos– al informar del suceso lo zanjan con una línea: fulanito mató a su compañera en una riña. No hay detalles –o muy pocos- no obstante, si uno remueve el áspero suceso, abre los entretelones de la congoja y la angustia sobre una realidad colmada de padecimientos, soledades y aprensiones.
Es sabido que existen tantas llagas en la epidermis de la mujer como moléculas de rocío en un frío labrantío otoñal.
La situación del maltrato femenino es tan arduo a escala mundial, que la organización Amnistía Internacional exhorta permanentemente a los gobiernos de cada nación a incluir en sus programas sociales un compromiso para darles protección, especialmente en las zonas rurales y extrarradio de las amplias urbes metropolitanas. Igualmente en los actuales tiempos entre pandilla juveniles desasistidas.
Se podrían escribir docenas de páginas y no acabaríamos los relatos espeluznantes del maltrato a las mujeres de todos los niveles sociales. Habitualmente se revelan solamente aquellos sucesos más aberrantes, pero hay otros ocultos con un velo de impunidad, que hacen de los dramas un compendio pavoroso.
Vamos camino de las estrellas y más allá al encuentro de los limites del Universo, conocemos los cromosomas del cuerpo, se curan infinidad de enfermedades, gozamos de más años de vida y, aún así, seguimos luchando entre nosotros en nombre de Dios, Alá u otras deidades, lo mismo que en la Baja Edad Media. Un tiempo de espanto donde han muerto más mujeres consideradas brujas o adúlteras, que por decisión de la propia naturaleza.
Una fémina en ciertos lugares es menos que un animal. A éstos se les deja por los campos, pero en docenas de naciones ellas no son nada, un objeto. Se hallan confinadas bajo un futuro asfixiante. Muchas veces, en nombre de unas creencias religiosas que posicionan a la mujer en la categoría de servidora del hombre. Se negocia con ellas, se concierta su matrimonio sin su consentimiento, incluso en contra de su voluntad. Su valor se tasa en cabezas de ganado. No tienen derecho a decidir sobre su vida, no pueden ni siquiera mostrar su rostro. Están vivas, pero hace infinidad de tiempo que se han revertido en crepúsculos ennegrecidos.
Nadie lo sabe bien, pero quizás podrá llegar un día en que la humanidad ame a sus semejantes con diáfano afecto en lugar de matar y destruir. Es una utopía, y aún así los nuevos descubrimientos de la ciencia abren esa esperanza.
Hace tiempo se descubrió una fórmula para crear un individuo. El genoma fue completado en la escritura del lenguaje químico y con un sinnúmero de de bases nitrogenadas, intentaron concebir la nueva raza. Al final un desvarío, una manera de jugar a ser el Dios de la invisible presencia, que los seres humanos buscan en lo resquicios que afloran en sus impaciencias agrietadas.
Quizás suceda todo lo contrario y nos destruiremos antes de lo previsto en un cataclismo que duraría unos segundos, no quedando ni una partícula de polvo.
Es sabido que lo largo de la tradición humana, si hubiéramos levantado una escalera de la tierra al cielo protector, hubiéramos llegado ya a las mismas portezuelas del nirvana, y una vez allí, preguntarle a Jehová si en verdad Él es Él o una perturbada invención de la angustiada quimera humana.
Si el Creador hablara –es silencioso- , conoceríamos la enorme verdad: somos una santa cruzada que tuvo el coraje de revelarnos ante la muerte injusta.
En ese mismo instante, el Todopoderoso sollozaría cual un niño y sabría que el hombre y la mujer han sido hechos, como El mismo, para toda la perpetuidad, y sobre esa tormenta de luminaria, la mujer habría sido la infalible revelación de la vida.
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