Sobre tierras labrantías
En esa mañana fresca, pero soleada, Salamanca y más su Plaza Mayor, asumía la esencia bizarra de quien ha encontrado a un viejo amigo, y ante ello, el andariego, solo atina a sentarse bajo un arco y expresar la raudal expresión: “¡Tengo una cansera!
Los Paradores de Turismo de España, red que cubre toda la península ibérica, están situados en su mayoría en singulares edificios históricos para unir, en un solo marco, paisaje natural y vivencia artística forjada en piedra.
Fue en el parador de Salamanca, cuadro impresionante de luz tornasolada, donde el caminante desdobló el alma de recuerdos. Ha pasado más de media existencia desde la última vez que la ciudad y yo nos hemos visto, pero al volver a contemplarla, las antiguas vivencias se volvieron aliento agradecido.
De Salamanca asumo un recuerdo bienhechor. La ciudad, construida con piedras de cantera, se presenta reflejada en las aguas del río Tormes (Teresa de Jesús remojaba allí sus pies andariegos), lo mismo que uno de aquellos grabados de D. Roberts donde siempre creía ver “La torre del gallo”.
He vuelto ahora a desandar, saliendo de la Valencia mediterránea a la que nos llevó nuestro exilio venezolano, el camino emprendido hace más de cuarenta años saliendo desde Valladolid –trabajaba en un pequeño periódico de nombre “Diario Regional”- a Salamanca.
Hice el camino andando por los vericuetos añejos de Medina del Campo, epicentro donde los raíles de los trenes de España se hacen un nudo y los labrantíos son y saben a sequedad.
Un día, cuando existían en aquella tierra barbacana hombres con honor y mujeres con honra, un juglar vio pasar, alto, frío, tornasolado, a Rodrigo Díaz de Vivar, y cantó con lágrimas aquellas copias que el viento hizo surcos y pedregales: “Que son Tierras de Campos lo que son campos de tierra”.
A nuestro paso levantaba el vuelo el gorrión de casero vuelo, las raíces se apretaban contra sus mismos muños, y la perdiz de recorrido alicorto se escondía entre las amarillas espigas distantes, inclinada hacia un horizonte, ahora rosa, ahora rojo, para terminar en un blanco azulenco.
A partir aquel lejano tiempo me hice peregrino de mis propios senderos. Ya no necesité mapas, ni brújulas, sólo alucinaciones para hacer pisadas, y así penetré en Salamanca la blanca por tierra de la Armuña.
Contemplé los cangilones de la Catedral nueva con su puerta del Perdón, en que antaño los peregrinos desnudaban sus culpas y los pocos ducados sueltos en las alforjas.
Caminé despacio, crucé la Plaza Mayor –jamás he vuelto a ver otra igual- hasta llegar a la Universidad. Sucio y cubierto del polvo de los trigales en donde había pasado las dos últimas noches, parecía, a los ojos de los transeúntes, uno de aquellos personajes renacentistas de Juan de Flandes. Pero estoy seguro, en aquella postrimería de los años sesenta, de haber sido la viva imagen de la España del pan y la cebolla de Miguel Hernández.
Solamente una vez -dos con esta- he ido a Salamanca, la antigua “Salmántica” de los romanos, la misma donde me hice peregrino para poder abrazarla.
Volvimos a ver las dos basílicas de la ciudad. Una al lado de la otra. La primera con amplios capiteles del arte románico, altas bóvedas, sencillez casi franciscana dentro de un gótico primitivo. En la segunda, con cierto desorden arquitectónico, destaca la Capilla Dorada o de Todos los Santos con una reja hermosisima, obra de Esteban de Buenamadre. También algo que el turista de ocasión no contempla casi nunca: los relieves de escenas de caza, animales de piedra escondidos entre la cardina que corren a lo largo de las cornisas. Belleza y mérito artístico incomparable.
Salimos por el Patio Chico, y desde la Puerta de Ramos nos encaminamos al antiguo Colegio Mayor de San Bartolomé, un trabajo seco del maestro Hermosilla, pero solamente para observar un busto de Miguel de Unamuno cincelado por Victorio Macho.
Tres. Sí, tres universidades cuenta Salamanca. La llamada Civil, con las Facultades de Filosofía y Letras, Derecho, Ciencias, Medicina y Farmacia. Casi a mano, la Pontificia, donde la Teología, los Cánones y la Filosofía forman una triología para poder hablar a Dios de tú como sin duda lo hizo Fray Luis de León, y lugar de su escénica frase: “Decíamos ayer...”.
Un poco más lejos la facultad de los Padres Dominicos, todo un tesoro sacro con códices, manuscritos y pergaminos para recordar al viajero que allí, un día de 1218, el rey Afonso IX de León, amasaría unas piedras para construir el más antiguo claustro del saber, y también el primero, de España.
El peregrino hace parada en la Plaza Mayor, la más bella de todas las existentes en la tierra hispana, y eso que esos rectángulos son parte integra de la historia de esta raza ibérica, y representan la esencia de cada ciudad, villa o pueblo peninsular.
Levantada cuando reinaba Felipe V, esa porticada de tres pisos, rematados por fina crestería –curiosamente no es regular, sino trapezoidal– era el lugar, hasta bien entrado el siglo XIX, para celebrar en ella corridas de toros.
En esa mañana fresca, pero soleada, Salamanca y más su Plaza Mayor, asumía la esencia bizarra de quien ha encontrado a un viejo amigo, y ante ello, el andariego, solo atina a sentarse bajo un arco y expresar la raudal expresión:
“¡Tengo una cansera!”.
rnaranco@hotmail.com
Fue en el parador de Salamanca, cuadro impresionante de luz tornasolada, donde el caminante desdobló el alma de recuerdos. Ha pasado más de media existencia desde la última vez que la ciudad y yo nos hemos visto, pero al volver a contemplarla, las antiguas vivencias se volvieron aliento agradecido.
De Salamanca asumo un recuerdo bienhechor. La ciudad, construida con piedras de cantera, se presenta reflejada en las aguas del río Tormes (Teresa de Jesús remojaba allí sus pies andariegos), lo mismo que uno de aquellos grabados de D. Roberts donde siempre creía ver “La torre del gallo”.
He vuelto ahora a desandar, saliendo de la Valencia mediterránea a la que nos llevó nuestro exilio venezolano, el camino emprendido hace más de cuarenta años saliendo desde Valladolid –trabajaba en un pequeño periódico de nombre “Diario Regional”- a Salamanca.
Hice el camino andando por los vericuetos añejos de Medina del Campo, epicentro donde los raíles de los trenes de España se hacen un nudo y los labrantíos son y saben a sequedad.
Un día, cuando existían en aquella tierra barbacana hombres con honor y mujeres con honra, un juglar vio pasar, alto, frío, tornasolado, a Rodrigo Díaz de Vivar, y cantó con lágrimas aquellas copias que el viento hizo surcos y pedregales: “Que son Tierras de Campos lo que son campos de tierra”.
A nuestro paso levantaba el vuelo el gorrión de casero vuelo, las raíces se apretaban contra sus mismos muños, y la perdiz de recorrido alicorto se escondía entre las amarillas espigas distantes, inclinada hacia un horizonte, ahora rosa, ahora rojo, para terminar en un blanco azulenco.
A partir aquel lejano tiempo me hice peregrino de mis propios senderos. Ya no necesité mapas, ni brújulas, sólo alucinaciones para hacer pisadas, y así penetré en Salamanca la blanca por tierra de la Armuña.
Contemplé los cangilones de la Catedral nueva con su puerta del Perdón, en que antaño los peregrinos desnudaban sus culpas y los pocos ducados sueltos en las alforjas.
Caminé despacio, crucé la Plaza Mayor –jamás he vuelto a ver otra igual- hasta llegar a la Universidad. Sucio y cubierto del polvo de los trigales en donde había pasado las dos últimas noches, parecía, a los ojos de los transeúntes, uno de aquellos personajes renacentistas de Juan de Flandes. Pero estoy seguro, en aquella postrimería de los años sesenta, de haber sido la viva imagen de la España del pan y la cebolla de Miguel Hernández.
Solamente una vez -dos con esta- he ido a Salamanca, la antigua “Salmántica” de los romanos, la misma donde me hice peregrino para poder abrazarla.
Volvimos a ver las dos basílicas de la ciudad. Una al lado de la otra. La primera con amplios capiteles del arte románico, altas bóvedas, sencillez casi franciscana dentro de un gótico primitivo. En la segunda, con cierto desorden arquitectónico, destaca la Capilla Dorada o de Todos los Santos con una reja hermosisima, obra de Esteban de Buenamadre. También algo que el turista de ocasión no contempla casi nunca: los relieves de escenas de caza, animales de piedra escondidos entre la cardina que corren a lo largo de las cornisas. Belleza y mérito artístico incomparable.
Salimos por el Patio Chico, y desde la Puerta de Ramos nos encaminamos al antiguo Colegio Mayor de San Bartolomé, un trabajo seco del maestro Hermosilla, pero solamente para observar un busto de Miguel de Unamuno cincelado por Victorio Macho.
Tres. Sí, tres universidades cuenta Salamanca. La llamada Civil, con las Facultades de Filosofía y Letras, Derecho, Ciencias, Medicina y Farmacia. Casi a mano, la Pontificia, donde la Teología, los Cánones y la Filosofía forman una triología para poder hablar a Dios de tú como sin duda lo hizo Fray Luis de León, y lugar de su escénica frase: “Decíamos ayer...”.
Un poco más lejos la facultad de los Padres Dominicos, todo un tesoro sacro con códices, manuscritos y pergaminos para recordar al viajero que allí, un día de 1218, el rey Afonso IX de León, amasaría unas piedras para construir el más antiguo claustro del saber, y también el primero, de España.
El peregrino hace parada en la Plaza Mayor, la más bella de todas las existentes en la tierra hispana, y eso que esos rectángulos son parte integra de la historia de esta raza ibérica, y representan la esencia de cada ciudad, villa o pueblo peninsular.
Levantada cuando reinaba Felipe V, esa porticada de tres pisos, rematados por fina crestería –curiosamente no es regular, sino trapezoidal– era el lugar, hasta bien entrado el siglo XIX, para celebrar en ella corridas de toros.
En esa mañana fresca, pero soleada, Salamanca y más su Plaza Mayor, asumía la esencia bizarra de quien ha encontrado a un viejo amigo, y ante ello, el andariego, solo atina a sentarse bajo un arco y expresar la raudal expresión:
“¡Tengo una cansera!”.
rnaranco@hotmail.com
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