Banalización del lenguaje
La manifestación de la lengua (el lenguaje oral y escrito) deberá estar en correspondencia con la realidad, ya que la identifica, la articula, le confiere organicidad y coherencia...
La lengua es un sistema o conjunto de signos que son comunes para un determinado contexto, que mediante formas orales y escritas utilizamos para comunicarnos (por ejemplo la lengua española). Ahora bien, el lenguaje es un organismo vivo, es la manifestación de la lengua que se mueve al ritmo del uso, que se enriquece o se empobrece en la medida en que los usuarios hacemos de él instrumento para darnos a entender de forma oral o escrita. Por supuesto, somos los usuarios quienes mantenemos viva una lengua, mediante el uso de determinados vocablos, giros lingüísticos, neologismos, variantes, en fin, que se hacen propios de algunas regiones o contextos y que terminan por enriquecer la lengua que es común para todos. Sin embargo, con facilidad se cae en la banalización del lenguaje, al echarse mano de determinados vocablos que no son necesarios para la caracterización de determinadas situaciones, lo que a la larga termina por deteriorar su verdadero significado.
En el ámbito de la crispación política que se vive a diario, se suele caer en esta circunstancia, al utilizarse de manera indiscriminada palabras que buscan acentuar los hechos, generar alertas, calificar determinadas acciones, pero que terminan por banalizarlas, por hacer de ellas meros artilugios para generar adhesiones. Por ejemplo, suele utilizarse el adjetivo golpista con mucha frecuencia, para referirse a personas que no necesariamente con sus acciones han intentado derrumbar a un gobierno, sino que sencillamente han expresado con cierta contundencia sus pareceres frente a ciertos hechos o circunstancias, o han participado de manera deliberada o no en manifestaciones públicas que han terminado en escaramuzas. Muchas veces los adjetivos utilizados por los políticos para calificar a algunas personas, no se corresponden con la realidad de lo acaecido, lo que trae como consecuencia que dichos vocablos pierdan su fuerza, su contundencia, su verdadero significado, lo que implica que se haga difícil de diferenciar entre lo real y lo aparente.
La utilización de los insultos desde siempre ha sido materia muy delicada, ya que una palabra altisonante, que denigra o que ofende (en lo moral, en lo sexual, o en lo racial, por ejemplo) puede traer graves consecuencias a quienes los profieren y a quienes los reciben. Pues bien, hoy en día se les utiliza de manera tan alegre y atrabiliaria, que se han convertido en lugares comunes, banalizándolos al extremo de ser parte de la jerga hasta entre los propios amigos. Igual sucede con los elogios, se los utiliza de manera tan indiscriminada e inapropiada, que terminan por perder su verdadero impacto y significación social. Hemos leído impávidos (y horrorizados) elogios dados a criminales, dictadores, genocidas y demás especímenes, que los degrada al extremo de la banalización. Llamar patriotas o benefactores de la patria a quienes la han esquilmado y envilecido, hace que dichas palabras (generalmente adjetivos) pierdan la verdadera connotación que en la lengua tienen, hasta degradarse por completo.
El mundo del arte y del espectáculo no escapa a este fenómeno, ya que suelen repetirse hasta el cansancio palabras y expresiones que buscan exaltar a determinados artistas o creadores que no los merecen, o que no los caracteriza en la realidad, razón por la que dichas palabras se van desdibujando hasta perder su fuerza y su impronta. En el ámbito de la literatura se puede apreciar lo aquí expuesto, al utilizarse vocablos y expresiones que pretenden exaltar a un autor o a su obra, pero que no los definen (por su calidad), lo que implica el que se pierda lo que diferencia y distingue, porque tales expresiones no los caracterizan en la realidad. Es común que muchos críticos y editoriales utilicen expresiones grandilocuentes para exaltar a una obra o a un autor, como por ejemplo: “la mejor novela”, “una obra maestra”, “un verdadero suceso”, “una gran obra”, pero lo hacen tantas veces con muchos, y no se corresponden con la verdad, que a la final el lenguaje se banaliza al no dirimir entre una y otra frontera (la calidad y la mediocridad); y al no diferenciar lo que debe diferenciar. En esto, por supuesto, juega un importante papel el mercadeo, que echa mano de estrategias que buscan impactar a los consumidores y caen en la banalización del lenguaje (y de las obras) hasta el extremo de convertirlo en mercadería.
El uso del lenguaje es responsabilidad de todos (y se debe tener mucho cuidado en la selección que hacemos de las palabras, porque definitivamente ellas son poder). Fortalecer o banalizar el lenguaje dependerá de nosotros, ya que es nuestra herramienta de comunicación. La manifestación de la lengua (el lenguaje oral y escrito) deberá estar en correspondencia con la realidad, ya que la identifica, la articula, le confiere organicidad y coherencia. En otras palabras, el lenguaje nos permite comprender la realidad y vivirla a plenitud en consonancia con los hechos (cosmovisión). Su banalización nos desdibuja como sociedad, nos envilece hasta hacer de todos piezas de oscuros objetivos.
Twitter: @GilOtaiza
Instagram: @ricardogilotaiza
rigilo99@gmail.com
www.ricardogilotaiza.blogspot.com
En el ámbito de la crispación política que se vive a diario, se suele caer en esta circunstancia, al utilizarse de manera indiscriminada palabras que buscan acentuar los hechos, generar alertas, calificar determinadas acciones, pero que terminan por banalizarlas, por hacer de ellas meros artilugios para generar adhesiones. Por ejemplo, suele utilizarse el adjetivo golpista con mucha frecuencia, para referirse a personas que no necesariamente con sus acciones han intentado derrumbar a un gobierno, sino que sencillamente han expresado con cierta contundencia sus pareceres frente a ciertos hechos o circunstancias, o han participado de manera deliberada o no en manifestaciones públicas que han terminado en escaramuzas. Muchas veces los adjetivos utilizados por los políticos para calificar a algunas personas, no se corresponden con la realidad de lo acaecido, lo que trae como consecuencia que dichos vocablos pierdan su fuerza, su contundencia, su verdadero significado, lo que implica que se haga difícil de diferenciar entre lo real y lo aparente.
La utilización de los insultos desde siempre ha sido materia muy delicada, ya que una palabra altisonante, que denigra o que ofende (en lo moral, en lo sexual, o en lo racial, por ejemplo) puede traer graves consecuencias a quienes los profieren y a quienes los reciben. Pues bien, hoy en día se les utiliza de manera tan alegre y atrabiliaria, que se han convertido en lugares comunes, banalizándolos al extremo de ser parte de la jerga hasta entre los propios amigos. Igual sucede con los elogios, se los utiliza de manera tan indiscriminada e inapropiada, que terminan por perder su verdadero impacto y significación social. Hemos leído impávidos (y horrorizados) elogios dados a criminales, dictadores, genocidas y demás especímenes, que los degrada al extremo de la banalización. Llamar patriotas o benefactores de la patria a quienes la han esquilmado y envilecido, hace que dichas palabras (generalmente adjetivos) pierdan la verdadera connotación que en la lengua tienen, hasta degradarse por completo.
El mundo del arte y del espectáculo no escapa a este fenómeno, ya que suelen repetirse hasta el cansancio palabras y expresiones que buscan exaltar a determinados artistas o creadores que no los merecen, o que no los caracteriza en la realidad, razón por la que dichas palabras se van desdibujando hasta perder su fuerza y su impronta. En el ámbito de la literatura se puede apreciar lo aquí expuesto, al utilizarse vocablos y expresiones que pretenden exaltar a un autor o a su obra, pero que no los definen (por su calidad), lo que implica el que se pierda lo que diferencia y distingue, porque tales expresiones no los caracterizan en la realidad. Es común que muchos críticos y editoriales utilicen expresiones grandilocuentes para exaltar a una obra o a un autor, como por ejemplo: “la mejor novela”, “una obra maestra”, “un verdadero suceso”, “una gran obra”, pero lo hacen tantas veces con muchos, y no se corresponden con la verdad, que a la final el lenguaje se banaliza al no dirimir entre una y otra frontera (la calidad y la mediocridad); y al no diferenciar lo que debe diferenciar. En esto, por supuesto, juega un importante papel el mercadeo, que echa mano de estrategias que buscan impactar a los consumidores y caen en la banalización del lenguaje (y de las obras) hasta el extremo de convertirlo en mercadería.
El uso del lenguaje es responsabilidad de todos (y se debe tener mucho cuidado en la selección que hacemos de las palabras, porque definitivamente ellas son poder). Fortalecer o banalizar el lenguaje dependerá de nosotros, ya que es nuestra herramienta de comunicación. La manifestación de la lengua (el lenguaje oral y escrito) deberá estar en correspondencia con la realidad, ya que la identifica, la articula, le confiere organicidad y coherencia. En otras palabras, el lenguaje nos permite comprender la realidad y vivirla a plenitud en consonancia con los hechos (cosmovisión). Su banalización nos desdibuja como sociedad, nos envilece hasta hacer de todos piezas de oscuros objetivos.
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