El arte de dudar
MIBELIS ACEVEDO DONÍS. La duda es la esencia misma del pensamiento libre: nada es tan opuesto a la naturaleza del fanatismo que alientan los dogmáticos como esa capacidad de los individuos para preguntarse cosas, para interpelarse.
MIBELIS ACEVEDO DONÍS
El rostro altivo, el mentón desafiante, el “no”
como bala, la expresión henchida y gravosa, fuego que cabalga sobre un imaginario
fondo musical que sólo Wagner podría aderezar; epítomes de “autoridad moral”, así
se muestran algunos convencidos de que el innoble lodazal de la política hay
que desbrozarlo para luego repoblarlo de “almas bellas”. “No aceptaremos migajas ficticias”, sueltan a mansalva, pues como
buenos diletantes del “todo o nada” -lo cual los lleva a reducir la realidad a
sus nociones más absolutas y excluyentes, “verdadero o falso”, “conmigo o
contra mí”, “ahora o nunca”- asumen que ese razonamiento sin matices es el cedazo
a través del cual debe filtrarse cualquier experiencia. Helos allí, cual imagen
extraída de algún libro de leyendas fantásticas o de un compendio de héroes no
necesariamente humanos, coherentes con la solidez de sus redondos traspiés,
haciendo suya la efectiva y maniquea simpleza del slogan, adalides de una política que rehúye la política, irrumpiendo
para atajar cualquier efervescencia con una sentencia fulminante: dudar, señores, es un lujo que no podemos
darnos. Y es que los dueños de la verdad -habituados a pedir fe, más que a
mostrar resultados- huyen del estorbo de la duda metódica como demonios de los
crucifijos.
Claro, la duda es la esencia misma del
pensamiento libre: nada es tan opuesto a la naturaleza del fanatismo que alientan
los dogmáticos como esa capacidad de los individuos para preguntarse cosas,
para interpelarse. La duda metódica, ese “retornar
a mí mismo” como forma de descartar cualquier cálculo no seguro antes de
abrazar una postura, ese estado de oscilación respecto a la afirmación y la
negación, ese tránsito mental que permite poner en perspectiva los datos factuales
y los argumentos antes de formular un juicio, emitir una opinión o tener finalmente
una certeza, es preciosa vía para llegar a la verdad, entendiendo por supuesto
que ninguna perspectiva particular es capaz de agotar la realidad. Tomar
conciencia del hecho de estar dudando como manifestación efectiva del pensar es
rasgo que, además, brinda evidencia de que existimos, de que somos “algo”. Yo pienso; por lo tanto, Yo soy, afirma
Descartes, e incluso otros antes que él: nada tan afín a nuestra condición de
humanos como dudar -y pensar, en consecuencia- para acercarse de forma crítica a
un conocimiento cierto, una base desde la cual acceder a un conocimiento más amplio
del mundo. Todo lo cual es particularmente trascendente cuando alcanzar esas
“verdades” parciales o extensas pasa por resolver dilemas decisivos para la
supervivencia del colectivo.
Usado como insumo para la argumentación, dudar
es una estación obligante y un arte que permite avivar el debate político, sacarlo
del marasmo al que eventualmente lo someten aquellas ideas que si bien respondieron
con éxito a otras circunstancias, han terminado petrificadas por la molicie,
por el pánico o la mera terquedad de sus cultores. El cuestionador y sus
preguntas operan en este caso como el moscardón -a decir de Sócrates- que
intenta despertar y mantener vivo al caballo apático de la polis; una intrusión a veces impertinente y hasta latosa, cuyo
zumbido pone a prueba los límites y contradicciones de los interlocutores, que despelleja
sus prejuicios y paradigmas, que obliga a confrontar una realidad siempre compleja,
tan cambiante y dinámica que exige ser revisada a cada tanto. Sí, superar el
tugurio del pensamiento dicotómico -cuyo primitivo sex-appeal a menudo resulta tremendamente eficaz en el discurso, pero
todo un trasto cuando la praxis exige
desechar los jubones autoimpuestos- es deber que no puede soslayar la
dirigencia, obligada por naturaleza a repensarse, a apegarse a la prudencia, a
redefinirse al calor del debate y la deliberación.
Lejos de lo que algunos calculan, lo inmoral
entonces sería esperar a que la discusión sobre la participación o no en
elecciones que se da en un país zarandeado por la realidad más grosera,
prosaica y acuciante, se vuelva una caja cuadrada, incapaz de registrar ajustes
y evoluciones, de adaptarse a las muchas redondeces que implica parir ideas en ese
contexto. Tomar una decisión, “deliberare”
en horas tan comprometidos para una población que muere de hambre, exigirá un
poco más que saltar a la fastuosa pero mal calafateada nave de los credos que esgrimen
las tribus radicales de siempre. Preciso es “examinar las cosas mismas, que es el verdadero saber” guiados por
los sentidos y la razón; analizar “hasta
alcanzar los principios últimos”, como en pleno siglo XVI aconsejaba
Francisco Sánchez. Y considerar que nada es definitivo, menos en política: aprender
a formular dudas constructivas, revisar -vísceras aparte- los pros y contras de
un plan; entender que la obcecada defensa de los principios no puede de ningún
modo justificar un malogrado final, es un ejercicio de libertad individual que
cada quien tendrá que asumir, a sabiendas de que nuestras respuestas afectarán
a mucha gente, por mucho tiempo.
@Mibelis