Esa primera crisis nerviosa
Testigos de la época, así como algunos historiadores, relatan en sus crónicas que en las citadas ocasiones fue víctima de un trance. Dicen que un espíritu desconocido se apoderó de su cuerpo
El mismo general José Antonio Páez, entre las páginas de su autobiografía, publicada en 1869 por la imprenta de Hallet y Breen de Nueva York, revela que al principio de ciertos enfrentamientos, intuyendo que su próximo paso podría encaminarlo por el sendero de la muerte, sufría una especie de crisis nerviosa, lapso que le impedía entrar de buenas a primeras al combate. Algo que, según sus propias palabras: -habría hecho siempre si mis compañeros, con grandes esfuerzos, no me hubiesen retenido.-
Estos repentinos e inexplicables ataques sucedieron en el siguiente orden. El primero en Chire y el segundo en El Yagual, ambos durante la campaña de los llanos contra las huestes de Morillo, a mediados de la guerra de Independencia. El tercero sucedió en la batalla de Carabobo de 1821, último gran combate contra las tropas realistas, más de un lustro después de los dos anteriores.
Testigos de la época, así como algunos historiadores, relatan en sus crónicas que en las citadas ocasiones fue víctima de un trance. Dicen que un espíritu desconocido se apoderó de su cuerpo, acelerando su respiración, haciéndolo apretar la mandíbula y babear por las esquinas de la boca, como un perro rabioso, para luego convulsionar hasta desmayarse, impidiendo así el uso de su cuerpo y razón durante un breve lapso de tiempo.
Resulta curioso que un sabio como el médico e historiador Arístides Rojas, personaje de fama cosechada a mediados del Siglo XIX por ser hombre entregado a la ciencia, atribuya en uno de sus escritos que aquellos episodios, cuyos síntomas parecen ser los de cualquier epiléptico, se debían: -A la excitación del combatiente, al sentimiento patrio, a ciertos misterios del organismo o a cierta idiosincrasia que acompaña a muchos hombres, sin que la ciencia haya podido hasta hoy llegar a explicarla.-
Otro historiador que diserta sobre el asunto es Francisco Salazar Martínez. En su libro “Venezuela: historias civiles e inciviles” comenta otro dato que ahonda el interés del investigador, ya que resulta poco común.
-Sabemos por otra parte que en tiempos de su infancia el general Páez fue mordido por un perro hidrófobo y por una culebra venenosa, sin que de estos accidentes le quedaran aparentemente secuelas de ninguna especie, al menos en la época juvenil. Ahora bien: en tiempos de la adultez del guerrero es sabido que no podía ver una culebra, puesto que de inmediato era presa de terribles convulsiones, con pérdida de razón.-
Lo cierto es que ni el relato de la mordida del canino furibundo o el reptil ponzoñoso aparecen en su autobiografía, o el meticuloso estudio realizado por el ilustre escritor Tomás Polanco Alcántara, titulado “José Antonio Páez: Fundador de la República”, uno de los trabajos más completos sobre la vida del primer Presidente de Venezuela, tampoco entre los párrafos redactados por individuos que lo conocieron, como su hijo Ramón en “Escenas rústicas de Suramérica o la vida en los llanos de Venezuela”, o Sir Robert Ker Porter en su diario.
Es posible que esta información colabore más en contribuir a la leyenda que la historia, relatos que tal vez tengan algo de cierto, pero, de algún modo, terminen desfigurándose con el paso del tiempo, saltando de boca en boca y generación en generación. Eso de diferenciar verdades de ficciones puede ser difícil, casi imposible a veces, más cuando los tintes del blanco contra el negro crean un espectro gris, mancha a la que le huyen los historiadores y buscan como tesoro los encantados de ficciones.
Puede que sea verídico aquello sobre el pavor a las serpientes, todo habitante de la región teme encontrarse con una, sea en sabana seca o inundada, pues la que no carga veneno en los colmillos es capaz de asfixiar una persona y engullirla de un bocado.
Alguna vez escuché decir, por boca de un llanero, que el primer ataque nervioso que sufrió el catire sucedió antes de batirse en la escaramuza de Chire, en las planicies del Casanare. Sobre su cabalgadura, empuñando nada más que una lanza, y sin distinción alguna de vestimenta con el resto de sus hombres, envió a un mensajero a la retaguardia, con el objetivo de impartir órdenes sobre cómo proceder al momento de ataque.
Según esta leyenda, al poco rato regresó el soldado con la primera víctima de los enemigos. A la vuelta de su misión como corresponsal a la retaguardia, se topó con una inmensa mapanare, a la cual en el acto pinchó en la cabeza con la punta de su lanza y el animal, por su naturaleza, continuó moviéndose hasta enroscarse en la pica, manchando la bandera con su sangre y vientre sucio.
Estos repentinos e inexplicables ataques sucedieron en el siguiente orden. El primero en Chire y el segundo en El Yagual, ambos durante la campaña de los llanos contra las huestes de Morillo, a mediados de la guerra de Independencia. El tercero sucedió en la batalla de Carabobo de 1821, último gran combate contra las tropas realistas, más de un lustro después de los dos anteriores.
Testigos de la época, así como algunos historiadores, relatan en sus crónicas que en las citadas ocasiones fue víctima de un trance. Dicen que un espíritu desconocido se apoderó de su cuerpo, acelerando su respiración, haciéndolo apretar la mandíbula y babear por las esquinas de la boca, como un perro rabioso, para luego convulsionar hasta desmayarse, impidiendo así el uso de su cuerpo y razón durante un breve lapso de tiempo.
Resulta curioso que un sabio como el médico e historiador Arístides Rojas, personaje de fama cosechada a mediados del Siglo XIX por ser hombre entregado a la ciencia, atribuya en uno de sus escritos que aquellos episodios, cuyos síntomas parecen ser los de cualquier epiléptico, se debían: -A la excitación del combatiente, al sentimiento patrio, a ciertos misterios del organismo o a cierta idiosincrasia que acompaña a muchos hombres, sin que la ciencia haya podido hasta hoy llegar a explicarla.-
Otro historiador que diserta sobre el asunto es Francisco Salazar Martínez. En su libro “Venezuela: historias civiles e inciviles” comenta otro dato que ahonda el interés del investigador, ya que resulta poco común.
-Sabemos por otra parte que en tiempos de su infancia el general Páez fue mordido por un perro hidrófobo y por una culebra venenosa, sin que de estos accidentes le quedaran aparentemente secuelas de ninguna especie, al menos en la época juvenil. Ahora bien: en tiempos de la adultez del guerrero es sabido que no podía ver una culebra, puesto que de inmediato era presa de terribles convulsiones, con pérdida de razón.-
Lo cierto es que ni el relato de la mordida del canino furibundo o el reptil ponzoñoso aparecen en su autobiografía, o el meticuloso estudio realizado por el ilustre escritor Tomás Polanco Alcántara, titulado “José Antonio Páez: Fundador de la República”, uno de los trabajos más completos sobre la vida del primer Presidente de Venezuela, tampoco entre los párrafos redactados por individuos que lo conocieron, como su hijo Ramón en “Escenas rústicas de Suramérica o la vida en los llanos de Venezuela”, o Sir Robert Ker Porter en su diario.
Es posible que esta información colabore más en contribuir a la leyenda que la historia, relatos que tal vez tengan algo de cierto, pero, de algún modo, terminen desfigurándose con el paso del tiempo, saltando de boca en boca y generación en generación. Eso de diferenciar verdades de ficciones puede ser difícil, casi imposible a veces, más cuando los tintes del blanco contra el negro crean un espectro gris, mancha a la que le huyen los historiadores y buscan como tesoro los encantados de ficciones.
Puede que sea verídico aquello sobre el pavor a las serpientes, todo habitante de la región teme encontrarse con una, sea en sabana seca o inundada, pues la que no carga veneno en los colmillos es capaz de asfixiar una persona y engullirla de un bocado.
Alguna vez escuché decir, por boca de un llanero, que el primer ataque nervioso que sufrió el catire sucedió antes de batirse en la escaramuza de Chire, en las planicies del Casanare. Sobre su cabalgadura, empuñando nada más que una lanza, y sin distinción alguna de vestimenta con el resto de sus hombres, envió a un mensajero a la retaguardia, con el objetivo de impartir órdenes sobre cómo proceder al momento de ataque.
Según esta leyenda, al poco rato regresó el soldado con la primera víctima de los enemigos. A la vuelta de su misión como corresponsal a la retaguardia, se topó con una inmensa mapanare, a la cual en el acto pinchó en la cabeza con la punta de su lanza y el animal, por su naturaleza, continuó moviéndose hasta enroscarse en la pica, manchando la bandera con su sangre y vientre sucio.
Al mostrarle la lanza al jefe, con la bicha aún dando signos de vida, abrazando el filo del arma, envolviendo el trapo teñido, impidiendo que se extendiera, como debía hacerlo por el efecto de la brisa, sufrió el primer episodio.
Se quedó viendo la lanza coronada por la serpiente, mesmerizado ante aquella horrenda imagen, en silencio hasta que se ruborizó y le temblaron las manos. Por primera vez sus hombres lo vieron en un momento de fragilidad. Uno de ellos se acercó para descorchar su cuerno de agua, salpicando el contenido sobre el rostro del jefe.
Al ver que aquel acto generó reacción muchos siguieron el ejemplo del primero hasta lograr componerlo y sustraerlo del estupor. Después de eso dejó escapar un rugido, como un león furioso, para dar la orden de ataque con un grito digno de un bárbaro. Entonces, dándole un cuerazo a su caballo en el anca, arrancó para ser de los primeros en dar el golpe contra las divisiones realistas.
Jimenojose.hernandezd@gmail.com
Se quedó viendo la lanza coronada por la serpiente, mesmerizado ante aquella horrenda imagen, en silencio hasta que se ruborizó y le temblaron las manos. Por primera vez sus hombres lo vieron en un momento de fragilidad. Uno de ellos se acercó para descorchar su cuerno de agua, salpicando el contenido sobre el rostro del jefe.
Al ver que aquel acto generó reacción muchos siguieron el ejemplo del primero hasta lograr componerlo y sustraerlo del estupor. Después de eso dejó escapar un rugido, como un león furioso, para dar la orden de ataque con un grito digno de un bárbaro. Entonces, dándole un cuerazo a su caballo en el anca, arrancó para ser de los primeros en dar el golpe contra las divisiones realistas.
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