Piedad y justicia
La visión del Estado como institución esencialmente piadosa funda los espacios de una ética pública, la que anticipa la gobernanza democrática y el reconocimiento de las disparidades
Concebida en su más básica dimensión -al menos desde Hobbes- como manifestación del deseo de poder, miedo recíproco a la muerte violenta, amor propio y thymós; y asociada por consiguiente con el antagonismo encarnizado, ¿es posible pensar la política sin que la piedad modere sus pulsos? La reactivación de ciertos discursos de base schmittiana acerca de cómo abordar la organización del poder podría estar negando esa posibilidad. Esa política basada en la distinción extrema amigo-enemigo, en la idea de que “soberano es quien decide sobre el estado de excepción” y que justifica por tanto remozadas formas de decisionismo político, sugiere que los seductores alegatos del incisivo crítico del liberalismo retoñan hoy para librar a algunos gobernantes de la deuda por sus excesos antidemocráticos.
Recordemos que para Schmitt toda teoría política genuina parte de la certeza de que el hombre tiene una naturaleza tendiente a la maldad, “una predisposición que puede manifestarse como corrupción, debilidad, cobardía, estupidez, o también como brutalidad, sensualidad, vitalidad, irracionalidad, etcétera”. A partir de ese pesimismo antropológico a todas luces casado con el realismo político, Schmitt sostiene con sólida argumentación que el conflicto surgirá de forma inevitable entre individuos marcados por sus desigualdades y desacuerdos. El conflicto entonces es la normalidad, y la verdadera naturaleza de lo político es la hostilidad y la división, la acción que se produce en oposición a algo o a alguien.
Es allí donde, según el autor, deben operar mecanismos permanentes para garantizar la irrenunciable unidad política, que es la base del Estado; algo que a su vez está ligado al principio esencial de la unidad del demos y a la soberanía de su voluntad. Así, es preciso “aniquilar lo heterogéneo”. De modo que si el pueblo es el que va a gobernar, importa precisar no sólo quiénes pertenecen a él y quiénes no, sino quién tiene el poder real de decidir sobre el conflicto. Al enfatizar que la identidad de una comunidad política depende de esa posibilidad de establecer una línea de demarcación clara entre el “nosotros” y el “ellos”, la posibilidad de discriminar sería entonces para Schmitt no sólo éticamente aceptable, sino necesaria. Un consenso racional, por tanto, resultará imposible sin considerar la exclusión.
Desmereciendo el énfasis de las doctrinas liberales ponen en la humanidad y los valores de universalidad y pluralismo, Schmitt afirma que lo que importa para efectos de lo político (y de la democracia) son los conceptos de “demos” y “pueblo”, no lo transnacional. Al parafrasear a Proudhon, sentencia entonces: “quien dice ‘humanidad’ quiere engañar”. Su mirada frente a la crisis de la democracia parlamentaria de Weimar, agonía que entre otras cosas atribuye a los nocivos efectos del romanticismo político, a la creencia en la “bonté naturelle” del hombre, es implacable. Advierte entonces que sin compartir ciertos vínculos particulares, cierta identidad cultural, cierto sentimiento que llama a la acción, la fundamentación metafísica que soporta la representación política y que se expresa a través de ciertos mitos movilizadores (Sorel), los seres humanos no pueden cooperar. Es esa fuerza del mito nacional situada fuera del ámbito de la discusión racional, por tanto, lo que permite aglutinar y distinguir los bandos amigo-enemigo. (Cabe recordar a Mussolini cuando anunciaba: “hemos creado nuestro mito. El mito es una fe, es una pasión. No es necesario que sea una realidad. Es una realidad por el hecho de que es un aguijón, una esperanza, una fe, porque es coraje. ¡Nuestro mito es la nación, nuestro mito es la grandeza de la nación!”). No extraña, en fin, que tales reflexiones hayan ejercido tanto influjo en los fascismos y totalitarismos de la época. Y que hoy, desde indistintas trincheras antidemocráticas de derecha o izquierda, frente a los supuestos riesgos de la globalización, el multilateralismo o el ideal de una “ciudadanía cosmopolita”, los ultranacionalismos y populismos contemporáneos las esgriman de la manera más inescrupulosa posible.
Aun conviniendo en la necesidad de no moralizar lo político, de aceptar el conflicto como elemento distintivo e inseparable de estas dinámicas de relacionamiento en la polis, de juzgar la realidad como es y no como deseamos que sea, es preciso advertir cuán resbalosa se puede volver la provocación intelectual aplicada con fines turbios. La exclusión aplicada a troche y moche, una apelación a la noción del “enemigo interno” para justificar la criminalización del disenso y señalar al distinto como una amenaza contra la unidad política, la paz y estabilidad internas, anticipa efectos perturbadores. Esa lógica que parecía superada por el paradigma de la democracia liberal y la modernidad reflexiva está socavando, a menudo con el auxilio de las mayorías electorales, las certezas que prevalecían en occidente y que han operado hasta ahora como principal motor civilizador.
No en balde el caos y la supuesta ingobernabilidad atribuidos al ejercicio de la política tradicional (“las élites”, “la democracia burguesa”, “la casta”, “la trama” … términos fetiche que, usados por movimientos antisistema para marcar al enemigo, adoban con saña las campañas electorales) acaben usados como excusa para la disrupción. Tratándose de autoritarismos establecidos, con poder para sofocar contrapesos sin tener que ceñirse a la norma constitucional o creando a discreción leyes ad hoc, la lógica es todavía más brutal: garantizar la paz (negativa), conjurar la guerra, exige decidir sobre el estado de excepción permanente y generalizado, suprimir el conflicto sin arbitraje ni piedad, con “gusto por la desmesura y espíritu agonal” (Nietzsche). En tales casos, por supuesto, la tríada paz-razón-justicia está muy lejos de convertirse en un baremo para la acción.
Del todo opuesta al ideal virtuoso del “buen gobierno” y la búsqueda de bien común, afín en todo caso a la creencia nietzscheana de que la compasión es signo de debilidad y servidumbre, anticipo del quietismo paralizador, concesión apenas aplicable “entre los verdaderamente semejantes”, una política “de sangre y fuego” se abre paso. No cabe entonces sino pensar en ese Estado que, según Schopenhauer, “no es más que el bozal que tiene por objeto volver inofensivo a ese animal carnicero” que es el hombre. A propósito del juicio a Eichmann, Arendt reflexionaba sobre la total ausencia de arrepentimiento o vergüenza de parte del acusado por haber colaborado con la burocratización del exterminio: estaba cumpliendo órdenes, nada más.
Pero en la acera opuesta, la que domina Rousseau, piedad y justicia se funden. La visión del Estado como institución esencialmente piadosa funda los espacios de una ética pública, la que anticipa la gobernanza democrática y el reconocimiento de las disparidades. Aun sometidos por la lógica implacable del realismo político, prescindir de la piedad como forma primera de sociabilidad y de reconocimiento del valor de la vida; bloquear la capacidad de vernos reflejados en el sufriente, conmovernos, solidarizarnos y reparar los desequilibrios, resultaría un perspectiva humanamente desoladora.
@Mibelis
Recordemos que para Schmitt toda teoría política genuina parte de la certeza de que el hombre tiene una naturaleza tendiente a la maldad, “una predisposición que puede manifestarse como corrupción, debilidad, cobardía, estupidez, o también como brutalidad, sensualidad, vitalidad, irracionalidad, etcétera”. A partir de ese pesimismo antropológico a todas luces casado con el realismo político, Schmitt sostiene con sólida argumentación que el conflicto surgirá de forma inevitable entre individuos marcados por sus desigualdades y desacuerdos. El conflicto entonces es la normalidad, y la verdadera naturaleza de lo político es la hostilidad y la división, la acción que se produce en oposición a algo o a alguien.
Es allí donde, según el autor, deben operar mecanismos permanentes para garantizar la irrenunciable unidad política, que es la base del Estado; algo que a su vez está ligado al principio esencial de la unidad del demos y a la soberanía de su voluntad. Así, es preciso “aniquilar lo heterogéneo”. De modo que si el pueblo es el que va a gobernar, importa precisar no sólo quiénes pertenecen a él y quiénes no, sino quién tiene el poder real de decidir sobre el conflicto. Al enfatizar que la identidad de una comunidad política depende de esa posibilidad de establecer una línea de demarcación clara entre el “nosotros” y el “ellos”, la posibilidad de discriminar sería entonces para Schmitt no sólo éticamente aceptable, sino necesaria. Un consenso racional, por tanto, resultará imposible sin considerar la exclusión.
Desmereciendo el énfasis de las doctrinas liberales ponen en la humanidad y los valores de universalidad y pluralismo, Schmitt afirma que lo que importa para efectos de lo político (y de la democracia) son los conceptos de “demos” y “pueblo”, no lo transnacional. Al parafrasear a Proudhon, sentencia entonces: “quien dice ‘humanidad’ quiere engañar”. Su mirada frente a la crisis de la democracia parlamentaria de Weimar, agonía que entre otras cosas atribuye a los nocivos efectos del romanticismo político, a la creencia en la “bonté naturelle” del hombre, es implacable. Advierte entonces que sin compartir ciertos vínculos particulares, cierta identidad cultural, cierto sentimiento que llama a la acción, la fundamentación metafísica que soporta la representación política y que se expresa a través de ciertos mitos movilizadores (Sorel), los seres humanos no pueden cooperar. Es esa fuerza del mito nacional situada fuera del ámbito de la discusión racional, por tanto, lo que permite aglutinar y distinguir los bandos amigo-enemigo. (Cabe recordar a Mussolini cuando anunciaba: “hemos creado nuestro mito. El mito es una fe, es una pasión. No es necesario que sea una realidad. Es una realidad por el hecho de que es un aguijón, una esperanza, una fe, porque es coraje. ¡Nuestro mito es la nación, nuestro mito es la grandeza de la nación!”). No extraña, en fin, que tales reflexiones hayan ejercido tanto influjo en los fascismos y totalitarismos de la época. Y que hoy, desde indistintas trincheras antidemocráticas de derecha o izquierda, frente a los supuestos riesgos de la globalización, el multilateralismo o el ideal de una “ciudadanía cosmopolita”, los ultranacionalismos y populismos contemporáneos las esgriman de la manera más inescrupulosa posible.
Aun conviniendo en la necesidad de no moralizar lo político, de aceptar el conflicto como elemento distintivo e inseparable de estas dinámicas de relacionamiento en la polis, de juzgar la realidad como es y no como deseamos que sea, es preciso advertir cuán resbalosa se puede volver la provocación intelectual aplicada con fines turbios. La exclusión aplicada a troche y moche, una apelación a la noción del “enemigo interno” para justificar la criminalización del disenso y señalar al distinto como una amenaza contra la unidad política, la paz y estabilidad internas, anticipa efectos perturbadores. Esa lógica que parecía superada por el paradigma de la democracia liberal y la modernidad reflexiva está socavando, a menudo con el auxilio de las mayorías electorales, las certezas que prevalecían en occidente y que han operado hasta ahora como principal motor civilizador.
No en balde el caos y la supuesta ingobernabilidad atribuidos al ejercicio de la política tradicional (“las élites”, “la democracia burguesa”, “la casta”, “la trama” … términos fetiche que, usados por movimientos antisistema para marcar al enemigo, adoban con saña las campañas electorales) acaben usados como excusa para la disrupción. Tratándose de autoritarismos establecidos, con poder para sofocar contrapesos sin tener que ceñirse a la norma constitucional o creando a discreción leyes ad hoc, la lógica es todavía más brutal: garantizar la paz (negativa), conjurar la guerra, exige decidir sobre el estado de excepción permanente y generalizado, suprimir el conflicto sin arbitraje ni piedad, con “gusto por la desmesura y espíritu agonal” (Nietzsche). En tales casos, por supuesto, la tríada paz-razón-justicia está muy lejos de convertirse en un baremo para la acción.
Del todo opuesta al ideal virtuoso del “buen gobierno” y la búsqueda de bien común, afín en todo caso a la creencia nietzscheana de que la compasión es signo de debilidad y servidumbre, anticipo del quietismo paralizador, concesión apenas aplicable “entre los verdaderamente semejantes”, una política “de sangre y fuego” se abre paso. No cabe entonces sino pensar en ese Estado que, según Schopenhauer, “no es más que el bozal que tiene por objeto volver inofensivo a ese animal carnicero” que es el hombre. A propósito del juicio a Eichmann, Arendt reflexionaba sobre la total ausencia de arrepentimiento o vergüenza de parte del acusado por haber colaborado con la burocratización del exterminio: estaba cumpliendo órdenes, nada más.
Pero en la acera opuesta, la que domina Rousseau, piedad y justicia se funden. La visión del Estado como institución esencialmente piadosa funda los espacios de una ética pública, la que anticipa la gobernanza democrática y el reconocimiento de las disparidades. Aun sometidos por la lógica implacable del realismo político, prescindir de la piedad como forma primera de sociabilidad y de reconocimiento del valor de la vida; bloquear la capacidad de vernos reflejados en el sufriente, conmovernos, solidarizarnos y reparar los desequilibrios, resultaría un perspectiva humanamente desoladora.
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