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Habla el columnista

La lectura es goce de la libertad plena, sin sujeciones ni determinismos, es un ejercicio dialéctico en el que nos ponemos en comunicación con los autores, invocamos a los que ya están muertos y conversamos con su pensamiento

  • RICARDO GIL OTAIZA

24/09/2023 05:03 am

Tengo más de tres décadas en mi labor como columnista de la prensa, primero en la regional y luego en la nacional, y déjenme decirles que el oficio no es nada fácil, que exige mucho de nuestra parte y a veces se erige en un “algo” titánico, que está por encima de nosotros mismos, y nos encorseta en una disciplina monástica, de la que es imposible escapar si en realidad te lo tomas en serio, y con una responsabilidad rayana en el vicio. Puedes estar vuelto un trapo, con dolor de cabeza, de muela o hasta del alma, trasnochado y desmotivado, y hasta con resaca, pero el artículo sale porque sí, y en la fecha prevista. Tres y más horas preparando un texto (a veces días: pensándolo y estructurándolo en nuestro interior), corrigiéndolo a más no poder, volteándolo al derecho y al revés, leyéndolo en voz alta para detectar posibles ruidos y gazapos, para que nuestros amables seguidores lo lean en un par de minutos, lo disfruten y le saquen algún provecho, o les sea indiferente, y entonces a otra cosa.

Ahora que me percato, me hice viejo como columnista, el tiempo pasó en un parpadeo y aquí estoy para quienes deseen leerme, para aquellos que ven en mis textos una luz en medio de las tinieblas, o una sarta de insignificancias que obvian con displicencia. No hay nada peor que querer comunicar algo a quien no desea recibirlo. Por cierto, igual nos pasa como profesores, que nos desgañotamos preparando y dictando nuestras clases, y no hay nada peor que pretender enseñar a quienes no desean aprender. La sensación es la misma: de arar en el mar, de lanzar las palabras al viento sin eco ni resonancia; de hablar con ilusas fantasmagorías.

Por supuesto, hay casos nobles y enternecedores, en los que mis lectores toman mis textos y se los llevan a sus clases y los analizan con sus alumnos, hacen debates y discusiones, y hasta los escenifican o desarrollan en eventos especiales. Es más, hay quienes los han citado en sus tesis de grado, en sus propios libros y hasta en congresos literarios y científicos. A esa gente, a cuya mayoría no le tengo rostro, le expreso las gracias porque reconoce el esfuerzo, porque sabe que tras estas cuartillas hay mucho de sudor e inspiración, y que como escritores les ponemos mucha energía e ilusión, que en ellas no hay nada azaroso, que todo está articulado para que se alcance un objetivo, porque queremos comunicar, expresar y dejar una huella en quienes nos leen.

Como columnista tengo mucho que agradecer, porque esta actividad ha sido para mí una verdadera escuela, que ha hecho de mí un escritor centrado en el oficio, responsable de lo que expreso, ganado a mis potenciales lectores. Cada vez que escribo una columna lo hago pensando en quienes la leerán, en sus gustos e intereses, y mi mayor empeño ha sido, qué duda cabe, estar a la altura de sus expectativas, ser digno de la lectura, honrar el espacio que se me ha dado para tocar a las puertas de cada uno y, de ser posible, instalarme en su corazón y ganarme el cariño.

Es bueno sentirse querido y respetado por quienes nos leen, aunque no siempre se pueda alcanzar, y muy de tarde en vez recibo (sin esperarlo, iluso que soy a veces) las embestidas de alguien que, por estar enfadado con el mundo y con todo lo que le rodea, busca en mí a su chivo expiatorio y me grita con encono lo que le dictan sus vísceras más innobles. Mal por esas personas, siento tristeza, porque no escribo para ellas, perdónenme que se los diga, lo hago para seres sensibles e inteligentes, que estén en la misma dimensión ontológica e intelectual, escribo para espíritus inquietos, diversos, que estén en una búsqueda personal, y hallen en mis columnas herramientas epistémicas que les puedan servir para alcanzar sus sueños.

Es por esas personas afines por quienes me desvivo, y hago de la inquina de mi propio cuerpo un esfuerzo a veces sobrehumano para sentarme a escribir, cuando todo por dentro me pide descanso o diversión (porque soy humano también), y es por ellas que lo hago desde hace décadas sin recibir a cambio ninguna remuneración (nunca la he recibido). Y cuando hablo de “personas afines”, no significa que piensen como yo, o que estén de acuerdo con todo lo que yo escriba, sino aquellas quienes, en medio de las normales diferencias de criterios, reconocen la buena intención y el esfuerzo intelectual, que dicho sea de paso es grande y agota: hay estudios científicos en los que se muestran que debilita más el trabajo intelectual, que picar piedras en una cantera (ya de por sí muy duro).

No obligo a nadie a que me lea: puede que sugiera la lectura de mis textos y libros, interesándolos por la temática, pero jamás como una tarea impuesta como un corsé o camisa de fuerza. Es más, no tendría cómo hacerlo, amén de que sería ridículo. La lectura es goce de la libertad plena, sin sujeciones ni determinismos, es un ejercicio dialéctico en el que nos ponemos en comunicación con los autores, invocamos a los que ya están muertos y conversamos con su pensamiento, interactuamos con “alguien” que está más allá de la página, y quien desde “un no sé qué”, nos dice cosas, intenta persuadirnos, ganarnos para sí, establecer con nosotros una bidireccionalidad que está más allá del tiempo y del espacio, y más allá de nuestra propia comprensión, de allí su magia y el encanto que nos produce para hacer de nosotros verdaderos posesos de la palabra.

rigilo99@gmail.com

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