América Latina: Entre el águila distraída y el oso panda asertivo
Estados Unidos aceptó pasivamente esta mayúscula incursión china en su espacio natural de influencia. En virtud de ello, no mostró resistencia ante el hecho de que China se transformase en la mayor fuente de financiamiento de la región
En la medida en que la Guerra Fría entre China y Estados Unidos se consolida y la globalización flaquea, aumenta para ambos la necesidad de definir e instrumentar esferas de influencia, líneas divisorias geoestratégicas, alianzas, mercados para sus tecnologías, bienes y servicios, bases de producción cercanas a casa, cadenas de suministro regionales y acceso a materias primas estratégicas. Muy curiosamente, en medio de este proceso de desacoplamiento en marcha, el interés primordial de Estados Unidos hacia América Latina pareciera focalizarse en consideraciones políticas domésticas, dentro de las cuales sobresale el tema inmigratorio.
Mientras ello ocurre, China se aproxima a esta región con una visión holística y una estrategia a largo plazo. Ello incluye la búsqueda de control sobre sus sectores digitales estratégicos, una conectividad multidimensional de la región bajo su Iniciativa del Cinturón y el Camino, la expansión de su presencia física en las cadenas de suministro latinoamericanas, el dominio creciente sobre sus reservas de materias primas, la cooperación espacial, la cooperación en ascenso con sus fuerzas armadas, etc.
Lo anterior va a contracorriente de la consistente proyección hegemónica mostrada por Estados Unidos hacia América Latina a través de la historia. A lo largo de ella, en efecto, Washington buscó siempre afirmar su posición de predominio incontestado sobre la región. La llegada del nuevo milenio, sin embargo, trajo virtualmente de la nada la presencia de China en el escenario latinoamericano. Buscando acceder al impresionante inventario de recursos naturales que la región ofrecía, bien podría decirse que dicho país saltó la cerca que protegía al patio trasero estadounidense. Esto se tradujo en el hecho de que el 70% del crecimiento económico durante la primera década del nuevo siglo habría de ser resultado del crecimiento de las exportaciones de productos primarios, lo cual se materializó en un grupo de países que representaban el 69% del PIB regional. Gracias al papel jugado por China, entre 2000 y 2010 las exportaciones latinoamericanas a China crecieron en un 370%, mientras que entre 2003 y 2013 el comercio entre ambas partes creció a una tasa anual de 27% (K. P. Gallager and R. Porzecancanski, The Dragon in the Room. Stanford: Stanford University Press, 2010, p. 37; World Bank, “Latin America and the Caribbean’s Long Term Growth: Made in China?”, Washington DC: September, 2011, p. 12; R. Devlin and T. Khan, “Latin American Trade with India and China” en R. Roett and G. Paz (eds.), Latin America and the Asian Giants, Washington DC: Brooking Institution Press, 2016, p. 151). De manera no sorpresiva, durante aquellos años se produjo una marejada de gobiernos de izquierda en la región, la cual cortó de raíz la expansión del Área de Libre Comercio de las Américas. La aparición de un contrabalance al predominio económico de Washington posibilitó, en efecto, una inmensa libertad de acción política en América Latina.
Muy curiosamente, Estados Unidos aceptó pasivamente esta mayúscula incursión china en su espacio natural de influencia. En virtud de ello, no mostró resistencia ante el hecho de que China se transformase en la mayor fuente de financiamiento de la región, así como en el primer socio comercial de América del Sur y en el segundo de América Latina entera. Quizá la razón detrás de este comportamiento tan atípico por parte de Estados Unidos, se identificaba con la lógica misma de la globalización. En virtud de ésta, Estados Unidos se replegaba hacia el área de los servicios, dejando en manos de China y de otras economías emergentes el área de las manufacturas. En efecto, N. Ferguson y M. Schularick acuñaron el término “Chimérica” para describir la fusión de facto que se produjo en aquellos años entre las economías de China y Estados Unidos. De acuerdo a este planteamiento, los “chimericanos” del Este (los chinos) se abocaban a las manufacturas, mientras que los “chimericanos” del Oeste (los estadounidenses) enfatizaban los servicios. Más aún, mientras los “chimericanos” del Este exportaban, los del Oeste importaban (Z. Karabell, Superfusion, New York: Simon & Schuster, 2009, p. 256). De manera fáctica, entonces, una suerte de triangulación terminó materializándose entre chinos, estadounidenses y latinoamericanos. En base a ésta, los latinoamericanos exportaban sus productos primarios a China, China exportaba sus manufacturas a Estados Unidos y este último exportaba sus servicios a los dos anteriores.
Sin embargo, hoy las cosas han cambiado de manera radical. Ello, en la medida en que “Chimérica” ha sido substituida por la Guerra Fría entre chinos y estadounidenses. El mundo ha entrado, en efecto, en una era de rivalidad aguda entre las grandes potencias, mientras la globalización retrocede a pasos acelerados. El regreso a casa o cerca de casa de los procesos manufactureros que habían sido externalizados, comienza a substituir a las cadenas de suministro globales. Esto, como parte del proceso de desacoplamiento entre China y Estados Unidos. En lo sucesivo, ambos países no sólo competirán por el predominio geopolítico, tecnológico y militar, sino también por la fortaleza de sus industrias, por el control de mercados, por los espacios para la implantación de sus tecnologías, por la interconectividad y por la garantía de acceso a los reservorios de materias primas estratégicas.
Ahora bien, mientras China refuerza sus canales de penetración en América Latina, sin duda teniendo en mente todo lo antes dicho, Estados Unidos permanece sin reaccionar. Más aún, mientras China ha hecho esfuerzos por ganar mentes y corazones en la región, tal como ejemplificado por su estrategia de proveer masivamente vacunas contra el Covid 19, Estados Unidos actuó tardía e insuficientemente en este campo. De hecho, el interés de Estados Unidos por América Latina pareciera venir determinado básicamente por su agenda política doméstica (y dentro de ella por el tema inmigratorio), sin visión ni prospección con respecto al papel que la región podría jugar en el contexto de su rivalidad con China. Ni siquiera México pareciera estar asumiendo, en ojos estadounidenses, un papel claramente diferenciado en este sentido. Ello, a pesar de la importancia que ahora asumen los procesos productivos externalizados cerca de casa o a la necesidad de poseer cadenas de suministro mucho más cercanas a ésta. Ello, a pesar de los importantes reservorios de materias primas estratégicas que posee América Latina (algunos de los cuales resultan vitales para las industrias destinadas a combatir el cambio climático). Ello, a pesar de que en una era en la que el hambre se esparcirá por el mundo, América Latina cuenta con tres de los mayores productores de alimentos globales. Ello, a pesar de la existencia de un mercado regional de 650 millones de personas que mucho añadiría a la venta e implantación de bienes y tecnologías estadounidenses. Más aún, junto a la economía está la geopolítica. Esto no sólo implica el fuerte posicionamiento de China en la región sino también, en virtud del bloque emergente de ésta con Rusia, el posicionamiento estratégico del eje Pekín-Moscú bajo las narices de Washington.
América del Sur, a no dudarlo, fluye hacia la esfera de influencia china. Desde la óptica latinoamericana esta indiferencia por parte de Estados Unidos puede representar, sin embargo, una gran ventaja. En efecto, la misma resulta inmensamente preferible a una reedición de la actitud que prevaleció hacia la región en tiempos de la Guerra Fría con los soviéticos. Durante aquella, a decir del reconocido académico de la Universidad de Harvard Jorge I. Domínguez: “En aspectos claves de su política hacia América Latina, el gobierno de Estados Unidos se comportó con frecuencia como si estuviera bajo el hechizo de demonios ideológicos. Más aún, desde mediados de los años sesenta hasta el final de la Guerra Fría esta política ideológica de Estados Unidos exhibió, de manera reiterada, características reñidas con la lógica” (‘’US-Latin American Relations during the Cold War and its Aftermath” en V. Bulmer-Thomas and J. Dunkerley, The United States and Latin America: The New Agenda, Cambridge, Mass.: Harvard University Press, 1999, p. 33). Aunque América Latina daría la bienvenida a un mayor interés e involucramiento económicos por parte de Estados Unidos, nada resultaría más indeseable que volver a revivir aquellos tiempos de pesadilla en los que Washington estuvo asociado a los golpes de Estado y a la violencia de Estado en la región.
Sin embargo, desde la óptica de los propios intereses estadounidenses, esta indiferencia hacia gran parte de su hemisferio resulta poco comprensible. ¿Cómo conciliar la misma con la obsesión mostrada por Estados Unidos a lo largo de su historia por mantener a la región bajo su firme control? ¿Cómo entender racionalmente esta apatía en momentos en que el desacoplamiento de esferas económicas impone la necesidad de contar con espacios económicos, particularmente los más cercanos a casa? ¿Cómo explicar el contrasentido de que mientras Washington busca obsesivamente contener la expansión de China en el Este de Asia, da poca importancia a la expansión china en su propio vecindario?
altohar@hotmail.com
Mientras ello ocurre, China se aproxima a esta región con una visión holística y una estrategia a largo plazo. Ello incluye la búsqueda de control sobre sus sectores digitales estratégicos, una conectividad multidimensional de la región bajo su Iniciativa del Cinturón y el Camino, la expansión de su presencia física en las cadenas de suministro latinoamericanas, el dominio creciente sobre sus reservas de materias primas, la cooperación espacial, la cooperación en ascenso con sus fuerzas armadas, etc.
Lo anterior va a contracorriente de la consistente proyección hegemónica mostrada por Estados Unidos hacia América Latina a través de la historia. A lo largo de ella, en efecto, Washington buscó siempre afirmar su posición de predominio incontestado sobre la región. La llegada del nuevo milenio, sin embargo, trajo virtualmente de la nada la presencia de China en el escenario latinoamericano. Buscando acceder al impresionante inventario de recursos naturales que la región ofrecía, bien podría decirse que dicho país saltó la cerca que protegía al patio trasero estadounidense. Esto se tradujo en el hecho de que el 70% del crecimiento económico durante la primera década del nuevo siglo habría de ser resultado del crecimiento de las exportaciones de productos primarios, lo cual se materializó en un grupo de países que representaban el 69% del PIB regional. Gracias al papel jugado por China, entre 2000 y 2010 las exportaciones latinoamericanas a China crecieron en un 370%, mientras que entre 2003 y 2013 el comercio entre ambas partes creció a una tasa anual de 27% (K. P. Gallager and R. Porzecancanski, The Dragon in the Room. Stanford: Stanford University Press, 2010, p. 37; World Bank, “Latin America and the Caribbean’s Long Term Growth: Made in China?”, Washington DC: September, 2011, p. 12; R. Devlin and T. Khan, “Latin American Trade with India and China” en R. Roett and G. Paz (eds.), Latin America and the Asian Giants, Washington DC: Brooking Institution Press, 2016, p. 151). De manera no sorpresiva, durante aquellos años se produjo una marejada de gobiernos de izquierda en la región, la cual cortó de raíz la expansión del Área de Libre Comercio de las Américas. La aparición de un contrabalance al predominio económico de Washington posibilitó, en efecto, una inmensa libertad de acción política en América Latina.
Muy curiosamente, Estados Unidos aceptó pasivamente esta mayúscula incursión china en su espacio natural de influencia. En virtud de ello, no mostró resistencia ante el hecho de que China se transformase en la mayor fuente de financiamiento de la región, así como en el primer socio comercial de América del Sur y en el segundo de América Latina entera. Quizá la razón detrás de este comportamiento tan atípico por parte de Estados Unidos, se identificaba con la lógica misma de la globalización. En virtud de ésta, Estados Unidos se replegaba hacia el área de los servicios, dejando en manos de China y de otras economías emergentes el área de las manufacturas. En efecto, N. Ferguson y M. Schularick acuñaron el término “Chimérica” para describir la fusión de facto que se produjo en aquellos años entre las economías de China y Estados Unidos. De acuerdo a este planteamiento, los “chimericanos” del Este (los chinos) se abocaban a las manufacturas, mientras que los “chimericanos” del Oeste (los estadounidenses) enfatizaban los servicios. Más aún, mientras los “chimericanos” del Este exportaban, los del Oeste importaban (Z. Karabell, Superfusion, New York: Simon & Schuster, 2009, p. 256). De manera fáctica, entonces, una suerte de triangulación terminó materializándose entre chinos, estadounidenses y latinoamericanos. En base a ésta, los latinoamericanos exportaban sus productos primarios a China, China exportaba sus manufacturas a Estados Unidos y este último exportaba sus servicios a los dos anteriores.
Sin embargo, hoy las cosas han cambiado de manera radical. Ello, en la medida en que “Chimérica” ha sido substituida por la Guerra Fría entre chinos y estadounidenses. El mundo ha entrado, en efecto, en una era de rivalidad aguda entre las grandes potencias, mientras la globalización retrocede a pasos acelerados. El regreso a casa o cerca de casa de los procesos manufactureros que habían sido externalizados, comienza a substituir a las cadenas de suministro globales. Esto, como parte del proceso de desacoplamiento entre China y Estados Unidos. En lo sucesivo, ambos países no sólo competirán por el predominio geopolítico, tecnológico y militar, sino también por la fortaleza de sus industrias, por el control de mercados, por los espacios para la implantación de sus tecnologías, por la interconectividad y por la garantía de acceso a los reservorios de materias primas estratégicas.
Ahora bien, mientras China refuerza sus canales de penetración en América Latina, sin duda teniendo en mente todo lo antes dicho, Estados Unidos permanece sin reaccionar. Más aún, mientras China ha hecho esfuerzos por ganar mentes y corazones en la región, tal como ejemplificado por su estrategia de proveer masivamente vacunas contra el Covid 19, Estados Unidos actuó tardía e insuficientemente en este campo. De hecho, el interés de Estados Unidos por América Latina pareciera venir determinado básicamente por su agenda política doméstica (y dentro de ella por el tema inmigratorio), sin visión ni prospección con respecto al papel que la región podría jugar en el contexto de su rivalidad con China. Ni siquiera México pareciera estar asumiendo, en ojos estadounidenses, un papel claramente diferenciado en este sentido. Ello, a pesar de la importancia que ahora asumen los procesos productivos externalizados cerca de casa o a la necesidad de poseer cadenas de suministro mucho más cercanas a ésta. Ello, a pesar de los importantes reservorios de materias primas estratégicas que posee América Latina (algunos de los cuales resultan vitales para las industrias destinadas a combatir el cambio climático). Ello, a pesar de que en una era en la que el hambre se esparcirá por el mundo, América Latina cuenta con tres de los mayores productores de alimentos globales. Ello, a pesar de la existencia de un mercado regional de 650 millones de personas que mucho añadiría a la venta e implantación de bienes y tecnologías estadounidenses. Más aún, junto a la economía está la geopolítica. Esto no sólo implica el fuerte posicionamiento de China en la región sino también, en virtud del bloque emergente de ésta con Rusia, el posicionamiento estratégico del eje Pekín-Moscú bajo las narices de Washington.
América del Sur, a no dudarlo, fluye hacia la esfera de influencia china. Desde la óptica latinoamericana esta indiferencia por parte de Estados Unidos puede representar, sin embargo, una gran ventaja. En efecto, la misma resulta inmensamente preferible a una reedición de la actitud que prevaleció hacia la región en tiempos de la Guerra Fría con los soviéticos. Durante aquella, a decir del reconocido académico de la Universidad de Harvard Jorge I. Domínguez: “En aspectos claves de su política hacia América Latina, el gobierno de Estados Unidos se comportó con frecuencia como si estuviera bajo el hechizo de demonios ideológicos. Más aún, desde mediados de los años sesenta hasta el final de la Guerra Fría esta política ideológica de Estados Unidos exhibió, de manera reiterada, características reñidas con la lógica” (‘’US-Latin American Relations during the Cold War and its Aftermath” en V. Bulmer-Thomas and J. Dunkerley, The United States and Latin America: The New Agenda, Cambridge, Mass.: Harvard University Press, 1999, p. 33). Aunque América Latina daría la bienvenida a un mayor interés e involucramiento económicos por parte de Estados Unidos, nada resultaría más indeseable que volver a revivir aquellos tiempos de pesadilla en los que Washington estuvo asociado a los golpes de Estado y a la violencia de Estado en la región.
Sin embargo, desde la óptica de los propios intereses estadounidenses, esta indiferencia hacia gran parte de su hemisferio resulta poco comprensible. ¿Cómo conciliar la misma con la obsesión mostrada por Estados Unidos a lo largo de su historia por mantener a la región bajo su firme control? ¿Cómo entender racionalmente esta apatía en momentos en que el desacoplamiento de esferas económicas impone la necesidad de contar con espacios económicos, particularmente los más cercanos a casa? ¿Cómo explicar el contrasentido de que mientras Washington busca obsesivamente contener la expansión de China en el Este de Asia, da poca importancia a la expansión china en su propio vecindario?
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