El espíritu de la ciudad
La urbanidad viene del vocablo latino urbanitas, que es en esencia el espíritu de la ciudad. Y ese espíritu tiene que ver con todos los aspectos de la vida. Nuestro mundo es lo contrario: rusticitas
La dinámica social nos lleva a distintas nociones de lo que implica el relacionarnos, y esa convivencia lógicamente suele demandar una serie de condiciones, que nos permitan armonizar lo que pensamos y lo que los otros esperan escuchar. Solemos movernos como si camináramos sobre la cuerda floja, o sobre un gran vitral, siempre pensando en no romper nada, en no trastocar el anhelado equilibrio entre lo que somos y lo que otros piensan de nosotros. Todo esto, como cabe suponerse, nos impele a un sutil “fingimiento”, ya que el comportamiento social está normado desde antiguo, y tenemos que tener claro que mis derechos terminan en el punto en el comienzan los de los otros.
La urbanidad, como se le ha llamado en otros tiempos, impone reglas de mutuo acatamiento, que buscan un mundo mejor: más tolerante, más sujeto a principios y a valores. La urbanidad implica el saber comportarse dentro de un determinado contexto, pero también el respeto por el otro. Pareciera mentira, pero muchas veces esa urbanidad minimiza nuestro sufrimiento, ya que nos evita el tener que pasar por situaciones verdaderamente bochornosas y desagradables. Ella, por supuesto, entra primero en casa, pasa por la escuela y llega a la ciudad: espacio lógico de la convivencia. Es el auténtico locus en donde yace la semilla de lo humano.
Claro, el viejo Manual de urbanidad y buenas maneras de Manuel Carreño, es prácticamente inviable en nuestros días. El mundo de hoy es tan distinto al que quería normar Carreño en aquel entonces, que aplicarlo a rajatabla, amén de ridículo, sería un despropósito. Sin embargo, hay cuestiones rescatables de aquella publicación: aunque sea la filosofía que impulsó a su autor a editarlo, que no es otra sino hacer de la vida cotidiana un “espacio” para la sana convivencia. Ya ni se podría hablar de elegancia, porque este aspecto quedó circunscrito a entornos muy especiales.
En lo particular sufro mucho cuando comparto una comida y hay alguien que no sabe cómo actuar en la mesa. Y no es que yo sea un lince de las buenas maneras, nada que ver; pero me refiero a lo esencial. Muchas veces esas personas están tan convencidas que lo hacen bien, que no se percatan de lo que los otros estamos observando con espanto. Recuerdo una vez en un almuerzo en donde había invitados muy importantes, que una amiga muy encopetada tomó el cuchillo como un puñal, ensartó una verdura que estaba en la fuente central y se la llevó directamente a la boca. Sin disimulo varios de los que estábamos allí nos miramos como cómplices, y no hubo necesidad de expresar nada. Todo estaba consumado. Ni decirlo: yo me quería morir, me puse rojo (sí me ruboricé, sufro de vergüenza ajena). No soporto los sonidos al masticar, los codos sobre la mesa, la cucharilla al revés cuando alguien saborea un helado, el que metan los dedos para acabar un plato, el que sorban al tomar la sopa y que soplen la cuchara cuando está caliente. En fin, amigos, la cotidianidad podría también ser poética, pero ¿qué le vamos a hacer? Es prosaica por donde se la mire.
La urbanidad viene del vocablo latino urbanitas, que es en esencia el espíritu de la ciudad. Y ese espíritu tiene que ver con todos los aspectos de la vida. Nuestro mundo es lo contrario: rusticitas. Que llevado del latín al español más o menos quiere decir “rústico”. Pero la rusticidad de hoy no es como la pensaban los romanos: la que tenía que ver con el comportamiento de los campesinos, sino que se ahonda en la anticultura. Si no lo creen, echemos un vistazo en las redes, que podrían ser el corazón de nuestra sociedad, en donde se cuecen muchas cuestiones: gustos, moda, lenguaje, música, peinados. Grosso modo: la denominada “cultura civilizatoria”. Es una auténtica barbarie lo que vemos. Óiganme amigos, si Bad Bunny es hoy el “artista” (con comillas bien grandes) más famoso entre nuestros jóvenes (y los no tan jóvenes), es porque estamos muy, pero muy mal. La nuestra es, definitivamente, una sociedad enferma.
El espíritu de la ciudad hoy es sencillamente lo más oscuro, el otro lado de nuestro corazón, lo pérfido que nos habita y que subyace en nosotros. Si contabilizáramos los horrores que leemos o vemos en las redes, pues sería sin más una serie continuada de lo peor de nosotros. Creo, y perdónenme que lo diga sin anestesia, que todo esto requiere de un reformateo del disco duro. Vamos hacia una gran hecatombe civilizatoria, y está en nuestras manos detenerla antes de que sea demasiado tarde. Retomar la urbanitas sería clave en todo este proceso, porque podríamos articular una serie de variables que nos permitan cambiar sentimientos, y que todo eso se traduzca en mejores comportamientos y actuaciones.
Nada se hace que no salga de adentro. Hay un cerebro reptiliano que es activado desde nuestras oscuridades, y que nos empuja a cometer atrocidades. Si incidimos en la interioridad del Ser, iluminando nuestro corazón, podríamos obrar milagros, que se patentizarían en un sociedad más tolerante y menos peligrosa; una sociedad sin odios tribales (ergo, sin guerras), sin xenofobia, sin racismo, sin feminicidios, en donde podamos convivir sin sobresaltos. Cambiar nuestro corazón no es nada fácil, se requiere de una labor continuada que parta de la familia y se pasee sin remilgos por todos los niveles educativos. La tarea está pendiente.
rigilo99@gmail.com
www.ricardogilotaiza.blogspot.com
La urbanidad, como se le ha llamado en otros tiempos, impone reglas de mutuo acatamiento, que buscan un mundo mejor: más tolerante, más sujeto a principios y a valores. La urbanidad implica el saber comportarse dentro de un determinado contexto, pero también el respeto por el otro. Pareciera mentira, pero muchas veces esa urbanidad minimiza nuestro sufrimiento, ya que nos evita el tener que pasar por situaciones verdaderamente bochornosas y desagradables. Ella, por supuesto, entra primero en casa, pasa por la escuela y llega a la ciudad: espacio lógico de la convivencia. Es el auténtico locus en donde yace la semilla de lo humano.
Claro, el viejo Manual de urbanidad y buenas maneras de Manuel Carreño, es prácticamente inviable en nuestros días. El mundo de hoy es tan distinto al que quería normar Carreño en aquel entonces, que aplicarlo a rajatabla, amén de ridículo, sería un despropósito. Sin embargo, hay cuestiones rescatables de aquella publicación: aunque sea la filosofía que impulsó a su autor a editarlo, que no es otra sino hacer de la vida cotidiana un “espacio” para la sana convivencia. Ya ni se podría hablar de elegancia, porque este aspecto quedó circunscrito a entornos muy especiales.
En lo particular sufro mucho cuando comparto una comida y hay alguien que no sabe cómo actuar en la mesa. Y no es que yo sea un lince de las buenas maneras, nada que ver; pero me refiero a lo esencial. Muchas veces esas personas están tan convencidas que lo hacen bien, que no se percatan de lo que los otros estamos observando con espanto. Recuerdo una vez en un almuerzo en donde había invitados muy importantes, que una amiga muy encopetada tomó el cuchillo como un puñal, ensartó una verdura que estaba en la fuente central y se la llevó directamente a la boca. Sin disimulo varios de los que estábamos allí nos miramos como cómplices, y no hubo necesidad de expresar nada. Todo estaba consumado. Ni decirlo: yo me quería morir, me puse rojo (sí me ruboricé, sufro de vergüenza ajena). No soporto los sonidos al masticar, los codos sobre la mesa, la cucharilla al revés cuando alguien saborea un helado, el que metan los dedos para acabar un plato, el que sorban al tomar la sopa y que soplen la cuchara cuando está caliente. En fin, amigos, la cotidianidad podría también ser poética, pero ¿qué le vamos a hacer? Es prosaica por donde se la mire.
La urbanidad viene del vocablo latino urbanitas, que es en esencia el espíritu de la ciudad. Y ese espíritu tiene que ver con todos los aspectos de la vida. Nuestro mundo es lo contrario: rusticitas. Que llevado del latín al español más o menos quiere decir “rústico”. Pero la rusticidad de hoy no es como la pensaban los romanos: la que tenía que ver con el comportamiento de los campesinos, sino que se ahonda en la anticultura. Si no lo creen, echemos un vistazo en las redes, que podrían ser el corazón de nuestra sociedad, en donde se cuecen muchas cuestiones: gustos, moda, lenguaje, música, peinados. Grosso modo: la denominada “cultura civilizatoria”. Es una auténtica barbarie lo que vemos. Óiganme amigos, si Bad Bunny es hoy el “artista” (con comillas bien grandes) más famoso entre nuestros jóvenes (y los no tan jóvenes), es porque estamos muy, pero muy mal. La nuestra es, definitivamente, una sociedad enferma.
El espíritu de la ciudad hoy es sencillamente lo más oscuro, el otro lado de nuestro corazón, lo pérfido que nos habita y que subyace en nosotros. Si contabilizáramos los horrores que leemos o vemos en las redes, pues sería sin más una serie continuada de lo peor de nosotros. Creo, y perdónenme que lo diga sin anestesia, que todo esto requiere de un reformateo del disco duro. Vamos hacia una gran hecatombe civilizatoria, y está en nuestras manos detenerla antes de que sea demasiado tarde. Retomar la urbanitas sería clave en todo este proceso, porque podríamos articular una serie de variables que nos permitan cambiar sentimientos, y que todo eso se traduzca en mejores comportamientos y actuaciones.
Nada se hace que no salga de adentro. Hay un cerebro reptiliano que es activado desde nuestras oscuridades, y que nos empuja a cometer atrocidades. Si incidimos en la interioridad del Ser, iluminando nuestro corazón, podríamos obrar milagros, que se patentizarían en un sociedad más tolerante y menos peligrosa; una sociedad sin odios tribales (ergo, sin guerras), sin xenofobia, sin racismo, sin feminicidios, en donde podamos convivir sin sobresaltos. Cambiar nuestro corazón no es nada fácil, se requiere de una labor continuada que parta de la familia y se pasee sin remilgos por todos los niveles educativos. La tarea está pendiente.
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