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No ser tan coherentes

Cuando me acerco a mis artículos y a mis libros, es cuando veo patentizados los profundos cambios dados en mi ser en las últimas décadas. Soy el mismo de siempre, pero también otro muy distinto, y esa ambigüedad no me horroriza ni me preocupa en absoluto.

  • RICARDO GIL OTAIZA

05/12/2021 05:03 am

Cuando escucho a ciertos personajes decir con mucho orgullo, que ellos han mantenido durante toda la vida una misma línea de pensamiento, huyo despavorido, porque sé, ya, de entrada, de su cuadratura mental, de su dureza de cabeza y de pensamiento, lo que les impide razonar sin dejar de lado sus antiguas creencias y posiciones. Debemos permitirnos cambiar de opinión, dejar si se quiere de ser coherentes, lo que nos posibilitará asomarnos al mundo como quien lo hace frente a la marea cósmica, y empaparnos de la inmensidad de un mundo que nos invita a conocer nuevos derroteros, a asumir nuevas posiciones, y que salgamos fortalecidos en medio de tales cambios paradigmáticos.

En la prehistoria de mi vida yo era una persona rígida, de posturas inamovibles, que me hacía matar por defender cuestiones que hoy veo sencillamente indefendibles y hasta ridículas. El ejercicio de la dialógica me ayudó a superar tal condición, lo que me obligó a defender mis posturas, pero ya no a ultranza, sino con sólidos argumentos, y dejando grandes rendijas para tomar del otro lo que considero válido e interesante, e incluso darle la razón si se amerita. Yo era de los que creía que darles la razón a los otros era claudicar, humillarme, derrumbar mis fortalezas interiores y quedar inerme frente a la realidad. ¡Qué equivocado estaba!

Me hice profesor universitario muy joven y traía conmigo prejuicios ajenos, imposturas, clichés copiados de mis “mentores”, cuadraturas que se erigían en inmensos muros de contención frente a los otros, y frente al proceso de enseñanza-aprendizaje. Debo reconocer que me llevé duros golpes, y fueron los propios estudiantes mis grandes maestros en eso del intercambio de conocimientos y de referentes filosóficos y fácticos. El cotejarme día a día con los otros (comunidad universitaria) fue una gran escuela, y aprendí con dolor que no siempre tenemos la razón. Aprendí además que cuando nos hacen una pregunta y no sabemos la respuesta, no es un pecado ni mucho menos un delito decir “no lo sé, voy a indagar y luego les traigo una respuesta”.
 
Muy pronto comprendí que no me las sabía todas, que también era humano y no un genio bajado de una cápsula interestelar. Comprendí que el conocimiento es una construcción colectiva y compleja, y que a veces es una abstracción que necesitamos bajar a tierra para poder atisbar los senderos a transitar y las metas a perseguir. Aprendí con dureza a ser humilde frente al hecho intelectual y educativo, a bajar la mirada cuando no tengo la razón, a aceptar que cualquier persona, así no tenga formación académica, puede darnos grandes lecciones de vida.
 
El adquirir la conciencia de que puedo cambiar de opinión y que no pasa nada, me devolvió la paz de mi alma y la tranquilidad mental. Me quité de encima esa suerte de pesado piano de cola sobre los hombros, cuando me di el permiso de cambiar de posturas, de desdecirme, de asumir nuevas ideas y de remozar mi mente al ritmo de la existencia y de su diversidad. La fulana coherencia la aparté de mi vida y me di el permiso de rayar el desvarío, de saltar de uno a otro extremo del espectro intelectual, y de beber las delicias de lo inaudito e impensado por la mayoría, para así poder “regresar” como quien otea una nueva orilla.

Me percaté que ser coherente no significa entonces pensar y hacer siempre lo mismo, ya que eso es rigidez y cuadrícula mental, sino dejarme llevar por la corriente de la existencia, y atisbar más allá de mis narices y de mi realidad todo aquello que me hace más feliz y más consciente de mi lugar en el planeta. Quienes se acerquen a mi escritura ensayística y de la prensa regional y nacional de hace más de treinta años, y la comparen con la de hoy, podrán percatarse de mis grandes saltos cualitativos, de mis contradicciones personales, de mis idas y retornos, de mis profundos cambios filosóficos y epistémicos; de mi asombro ante la maravilla de aprender cada minuto de todo cuanto me rodea.

La disciplina como escritor, el tener columnas fijas en la prensa, la producción de decenas de libros en distintos géneros y el intercambio permanente con mis lectores, me han enriquecido y le agradezco infinitamente a la vida por la posibilidad otorgada. El punto de inflexión dado en el país hace ya veintitrés años desde lo político, me vapuleó con fuerza hasta el extremo de resquebrajar todos mis referentes. Este cambio trajo además el que me preocupara por cuestiones que antes suponía como normales y del paisaje, y desde entonces me he reinventado permanentemente, lo que me permitió asomarme a la realidad bajo otra visión y mirada.
 
Cuando me acerco a mis artículos y a mis libros, es cuando veo patentizados los profundos cambios dados en mi ser en las últimas décadas. Soy el mismo de siempre, pero también otro muy distinto, y esa ambigüedad no me horroriza ni me preocupa en lo absoluto, porque todo esto refleja que aprendí la vieja lección, que la complejidad es propia de quienes nos sentimos parte y todo del universo. Ese hombre que voy siendo, como diría mi admirado Uslar Pietri, es la demostración definitiva de que no me anquilosé, de que mi mente se hizo flexible y versátil, de que ese río que soy fluye hasta el mar y que su corriente baña con fuerza los campos aledaños.

rigilo99@gmail.com
 
@GilOtaiza



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