El mundo que llevo dentro
Nunca antes tuvo la generación de venezolanos que nacimos en la democracia, una mayor fuente de sufrimiento social como la diáspora presente, que ha lanzado a por lo menos seis millones de personas a una experiencia inédita y desgarradora
La diáspora familiar me obligó a replantearme la vida, como si de pronto me hubieran dado con un mazo por la cabeza, y a partir del golpe otra fuera mi realidad interior. Debo confesar que no ha sido nada fácil estar sin mis más cercanos afectos, sobre todo cuando la unión era perfecta, sin fisuras, hasta el punto de sentir que mi existencia giraba en torno de las suyas, y como en una suerte de gran equipo, nos apoyábamos siempre, en las buenas y en las malas; para lo que saliera: siempre presentes, dando lo mejor de todos en medio de una organización que es fundante de la civilidad.
Hace pocos días seguí en Twitter un hilo en el que decenas y decenas de participantes le tiraban a matar a una conocida figura femenina de nuestra sociedad, quien osó escribir que: “Algunos cuentan su viaje de migración como una épica homérica. Heroico es vivir aquí.” No me extraña que esta red se haya convertido de pronto en un patíbulo, en el que muchos son colgados por solo expresar sus pensamientos. En Twitter la ley imperante es el todo o nada, no puede haber medias tintas, y resulta que la vida no es dicotómica, tiene sus matices y sus claroscuros.
Reconozco que el mensaje en cuestión es una verdad a medias, porque quienes se van y quienes nos quedamos sufrimos de lo lindo, pasamos mil vicisitudes y tenemos que sortear escollos. Que los héroes sean los primeros o los segundos, pues no lo sé, porque aquí no se trata de una épica, sino de una mera supervivencia. Hay quienes piensan que quienes se marchan, sorteando mil peligros y vicisitudes, poniendo en riesgo sus vidas y las de los suyos, son los que deberían llevarse los laureles. Mientras que otros consideran que se requiere de mucha valentía para quedarse acá en medio de la más penosa incertidumbre. Sin embargo, nadie habla de quienes nos quedamos sin el núcleo familiar, lo cual es un doble racero. Sin más, un tercer grupo de elevada incidencia nacional.
Ahora bien, la autora de ese pequeño mensaje no es una asesina, ni una malvada, por poner su vida en blanco y negro, solo que obvió un valor que hoy es muy reputado por la crisis, y que muy pocos practican: la empatía. En gerencia se explica como ponerse en la piel del otro. Sí, tenemos que ponernos en la piel del otro, ya que solo así podremos captar en profundidad su tragedia personal y familiar. Pero ser empáticos es un proceso bidireccional, que supone que ambos eslabones deben mirarse con otros ojos: con los ojos del más acendrado humanismo. En el caso de los tuiteros, quienes insultaron sin piedad a esta dama, tampoco fueron empáticos, porque vieron el hecho solo desde sus ópticas. Sin más: tanto la autora del mensaje como sus detractores, fueron sesgados en sus visiones.
Ahora bien, quienes por ahora nos quedamos, estamos en la obligación de redimensionarnos, de replantearnos la vida a la luz de nuestros anhelos y metas personales. No es una opción sumergirnos en un abismo y quedarnos allí, anquilosados, porque eso atenta contra el ser en toda su completitud. Por supuesto, no somos perfectos, a menudo nos hundimos en aguas muy turbias y caminamos al borde de un desfiladero. Tanto es así, que la tasa de suicidios se ha disparado en los últimos meses, azuzada por la pandemia, que hasta hoy no da auténticos signos de remisión. Un verdadero quebradero de cabeza, máxime cuando se dice que el porcentaje es elevado entre los adolescentes y los ancianos, los dos extremos de la cadena.
Nunca antes tuvo la generación de venezolanos que nacimos en la democracia, una mayor fuente de sufrimiento social como la diáspora presente, que ha lanzado a por lo menos seis millones de personas a una experiencia inédita y desgarradora, que ha roto con todo, que ha dispersado familias, que ha expuesto a millones de compatriotas a inmensos peligros e infortunios.
Como queda dicho, para ninguno de los grupos la cuestión ha sido fácil, ya que intervienen múltiples variables que afectan en diversos sentidos, y traen consigo fuertes impactos en lo personal y familiar. Empero, hay un denominador común entre quienes se van y quienes se quedan sin su gente: la ausencia, traducida en añoranza y en dolor. Casi todos hemos llorado en las actuales circunstancias, y tal vez ese llanto sea la necesaria catarsis, la imprescindible catarsis, para no caer en el desvarío (quiero verlo así). El llanto depura, limpia las emociones (y el espíritu), y baja la presión que se agolpa en el pecho.
Muchos hablan de sanar las heridas, y estoy de acuerdo, ¿cómo no estarlo por Dios?, pero hacerlo requerirá de la superación de todos y cada uno de los factores que catalizaron esta tragedia nacional (políticos-ideológicos, económicos, éticos, sociales, sanitarios, educativos, de seguridad, etc.). De lo contrario, la herida no sanará y llevaremos a cuestas muchas cosas (frustración, amargura, rabia, impotencia, desengaño, desaliento y dolor) y no estaremos en condiciones de emprender la inmensa tarea (la hercúlea tarea, esta sí lo es) de la reconstrucción pendiente, e ir levantando los escombros desperdigados por doquier, hasta hacer del país un espacio en el que de nuevo sea posible el bienestar colectivo.
rigilo99@gmail.com
Hace pocos días seguí en Twitter un hilo en el que decenas y decenas de participantes le tiraban a matar a una conocida figura femenina de nuestra sociedad, quien osó escribir que: “Algunos cuentan su viaje de migración como una épica homérica. Heroico es vivir aquí.” No me extraña que esta red se haya convertido de pronto en un patíbulo, en el que muchos son colgados por solo expresar sus pensamientos. En Twitter la ley imperante es el todo o nada, no puede haber medias tintas, y resulta que la vida no es dicotómica, tiene sus matices y sus claroscuros.
Reconozco que el mensaje en cuestión es una verdad a medias, porque quienes se van y quienes nos quedamos sufrimos de lo lindo, pasamos mil vicisitudes y tenemos que sortear escollos. Que los héroes sean los primeros o los segundos, pues no lo sé, porque aquí no se trata de una épica, sino de una mera supervivencia. Hay quienes piensan que quienes se marchan, sorteando mil peligros y vicisitudes, poniendo en riesgo sus vidas y las de los suyos, son los que deberían llevarse los laureles. Mientras que otros consideran que se requiere de mucha valentía para quedarse acá en medio de la más penosa incertidumbre. Sin embargo, nadie habla de quienes nos quedamos sin el núcleo familiar, lo cual es un doble racero. Sin más, un tercer grupo de elevada incidencia nacional.
Ahora bien, la autora de ese pequeño mensaje no es una asesina, ni una malvada, por poner su vida en blanco y negro, solo que obvió un valor que hoy es muy reputado por la crisis, y que muy pocos practican: la empatía. En gerencia se explica como ponerse en la piel del otro. Sí, tenemos que ponernos en la piel del otro, ya que solo así podremos captar en profundidad su tragedia personal y familiar. Pero ser empáticos es un proceso bidireccional, que supone que ambos eslabones deben mirarse con otros ojos: con los ojos del más acendrado humanismo. En el caso de los tuiteros, quienes insultaron sin piedad a esta dama, tampoco fueron empáticos, porque vieron el hecho solo desde sus ópticas. Sin más: tanto la autora del mensaje como sus detractores, fueron sesgados en sus visiones.
Ahora bien, quienes por ahora nos quedamos, estamos en la obligación de redimensionarnos, de replantearnos la vida a la luz de nuestros anhelos y metas personales. No es una opción sumergirnos en un abismo y quedarnos allí, anquilosados, porque eso atenta contra el ser en toda su completitud. Por supuesto, no somos perfectos, a menudo nos hundimos en aguas muy turbias y caminamos al borde de un desfiladero. Tanto es así, que la tasa de suicidios se ha disparado en los últimos meses, azuzada por la pandemia, que hasta hoy no da auténticos signos de remisión. Un verdadero quebradero de cabeza, máxime cuando se dice que el porcentaje es elevado entre los adolescentes y los ancianos, los dos extremos de la cadena.
Nunca antes tuvo la generación de venezolanos que nacimos en la democracia, una mayor fuente de sufrimiento social como la diáspora presente, que ha lanzado a por lo menos seis millones de personas a una experiencia inédita y desgarradora, que ha roto con todo, que ha dispersado familias, que ha expuesto a millones de compatriotas a inmensos peligros e infortunios.
Como queda dicho, para ninguno de los grupos la cuestión ha sido fácil, ya que intervienen múltiples variables que afectan en diversos sentidos, y traen consigo fuertes impactos en lo personal y familiar. Empero, hay un denominador común entre quienes se van y quienes se quedan sin su gente: la ausencia, traducida en añoranza y en dolor. Casi todos hemos llorado en las actuales circunstancias, y tal vez ese llanto sea la necesaria catarsis, la imprescindible catarsis, para no caer en el desvarío (quiero verlo así). El llanto depura, limpia las emociones (y el espíritu), y baja la presión que se agolpa en el pecho.
Muchos hablan de sanar las heridas, y estoy de acuerdo, ¿cómo no estarlo por Dios?, pero hacerlo requerirá de la superación de todos y cada uno de los factores que catalizaron esta tragedia nacional (políticos-ideológicos, económicos, éticos, sociales, sanitarios, educativos, de seguridad, etc.). De lo contrario, la herida no sanará y llevaremos a cuestas muchas cosas (frustración, amargura, rabia, impotencia, desengaño, desaliento y dolor) y no estaremos en condiciones de emprender la inmensa tarea (la hercúlea tarea, esta sí lo es) de la reconstrucción pendiente, e ir levantando los escombros desperdigados por doquier, hasta hacer del país un espacio en el que de nuevo sea posible el bienestar colectivo.
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