Los principios de la libertad
En la Declaración de los Derechos Humanos, hay cinceladas unas letras que para muchas naciones son arcilla, simple barro sin valor, aún poseyendo una fuerza admirable sobre el sendero de la libertad individual
Sin el libre pensamiento, cuya base es la escritura y la palabra, la humanidad estaría en los albores de la Baja Edad Media.
En la Declaración de los Derechos Humanos, hay cinceladas unas letras que para muchas naciones son arcilla, simple barro sin valor, aún poseyendo una fuerza admirable sobre el sendero de la libertad individual.
La aprobación de este sublime hecho histórico sucedió el 10 de diciembre de 1948, tres años después del final de la II guerra mundial, cuando Estados Unidos lanzó las primeras bombas atómicas sobre las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki, dejando más de 82 mil personas muertas, y un incalculable número de heridos con gravísimas lesiones.
El primer párrafo de aquel texto proclama:
“Toda persona tiene todos los derechos y libertades proclamados en esta Declaración, sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición”.
Y añade algo que debe ser imperecedero:
“La libre comunicación de los pensamientos y de las opiniones es uno de los derechos más valiosos del hombre. Todo ciudadano puede, por lo tanto, hablar, escribir, imprimir libremente (…)”.
Esas palabras, vivas, son en muchos países hoy una amarga y doliente quimera.
Docenas y más docenas de informadores sufren cada día pavorosos avatares por reflejar los hechos tal como suceden, no como desea el tiranuelo o los grupos de presión de turno. Y es algo que no se debe olvidar nunca jamás, ya que todo hombre y mujer para expresarse en plenitud, debe ser autónomo.
Cuando existía el Estado totalitario soviético, y que ahora lo sigue siendo con Vladimir Putin, un soñador expresó: “Llevad la libertad de prensa a Moscú, y mañana Rusia será una república libre”. Ese torrente esperanzado aconteció con la llegada de la Perestroika durante el gobierno de Mijaíl Gorbachov
Si fueran consultados hoy los archivos literarios de la KGB, desempolvados por Vitali Chentalinski, palpar lo sucedido es aterrador.
El pasado puede ser siniestro en muchas de de sus etapas, y aún así, más de lo esperado, vuelve por otras sendas con la lección amarga que no es otras que aplastar, hacer ceniza, la libertad de pensamiento.
Esa es la raíz de escribir estas crónicas semanales con tanta insistencia sobre los principios de la libertad. Ante ello, vemos la intrínseca situación y el reto de las nuevas generaciones de nuestro entorno latinoamericano, hendida, sin meta clara, con algunas naciones gobernadas bajo leyes antidemocráticas, y nos vienen a la memoria las palabras del presbítero inglés John Donne:
“Nadie en nuestro entorno es una isla, por consiguiente, nunca hagas preguntas por quién doblan las campanas; doblan por ti.” Por cada uno de nosotros.
Recorriendo la fuliginosa noche de los tiempos, sabemos que recapacitar y escribir, siempre ha sido un anatema, aunque incomprensible en los tiempos actuales, cuando uno creía que la civilización había llegado al cenit de su apogeo y los sueños humanos florecerían fusionados sobre el albedrío individual.
El patriotismo mal encarado, abusivo en demasía, engañoso, espeluznante en su concepción más básica, es lo contrario al significado del amor a la tierra heredada de nuestros mayores.
Así lo expresa Fernando Savater, y ahora, dadas las magras circunstancias por las que atraviesa la Patria Grande de Bolívar, debiéramos asimilarlo como sustentáculo a una verdad irreversible:
“Del sentimiento de amor al propio terruño no se deriva forzosamente la ideología nacionalista, del mismo modo que el incesto no es una consecuencia del amor filial: en ambos casos se trata de desbordamientos morbosos y probablemente indeseables”.
Se emigra por incontables motivos, no obstante, casi siempre en pos de libertad.
Las personas, cuando sienten tronchada su libre voluntad, parten con lo puesto igual a gaviotas sin destino. No les importa el lugar, solamente desean comenzar a vivir y respirar de nuevo.
La mayoría de expatriados, ya en la edad cansina igual a uno, no podrán volver nunca, se quedarán varados, convertidos en sombras y olvidos quejumbrosos.
La mala existencia es un drama. Alguna vez se cristaliza en sainete o tragedia, y en esa puesta en escena, la emigración sigue siendo el libreto duro de aprender. Posee un sabor a salitre bajo noches cuajadas de aspavientos.
El esfuerzo colmado de obstáculos no ha menguado, y a sabiendas de que la mayoría de la diáspora venezolana – sin ir más lejos, el escribidor de estas líneas, que se halla varado sin recibir la justa jubilación tras contribuir 40 años con los pagos a la Seguridad Social Venezolana - se halla hoy, empujada por las circunstancias políticas mal desarrolladas, en el lar de su nacimiento, continuando, hasta que el tiempo lo agote, matizando cada amanecida experiencias vividas, mientras narra afanes idealizados y hoy lejanos.
A la par, sentimos la resonancia de la sangre hasta el mismo tuétano, mientras las reminiscencias de los años margariteños, los repiqueteos de los carillones en la catedral en la Plaza Bolívar de Caracas camino de la Trilla hacia nuestro antiguo trabajo en la Torre la Prensa, siguen dentro de nosotros cubiertos de un hálito que esparce el denuedo de un lar cuajado, donde Simón Bolívar sigue sin cerrar los ojos de la esperanza.
rnaranco@hotmail.com
En la Declaración de los Derechos Humanos, hay cinceladas unas letras que para muchas naciones son arcilla, simple barro sin valor, aún poseyendo una fuerza admirable sobre el sendero de la libertad individual.
La aprobación de este sublime hecho histórico sucedió el 10 de diciembre de 1948, tres años después del final de la II guerra mundial, cuando Estados Unidos lanzó las primeras bombas atómicas sobre las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki, dejando más de 82 mil personas muertas, y un incalculable número de heridos con gravísimas lesiones.
El primer párrafo de aquel texto proclama:
“Toda persona tiene todos los derechos y libertades proclamados en esta Declaración, sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición”.
Y añade algo que debe ser imperecedero:
“La libre comunicación de los pensamientos y de las opiniones es uno de los derechos más valiosos del hombre. Todo ciudadano puede, por lo tanto, hablar, escribir, imprimir libremente (…)”.
Esas palabras, vivas, son en muchos países hoy una amarga y doliente quimera.
Docenas y más docenas de informadores sufren cada día pavorosos avatares por reflejar los hechos tal como suceden, no como desea el tiranuelo o los grupos de presión de turno. Y es algo que no se debe olvidar nunca jamás, ya que todo hombre y mujer para expresarse en plenitud, debe ser autónomo.
Cuando existía el Estado totalitario soviético, y que ahora lo sigue siendo con Vladimir Putin, un soñador expresó: “Llevad la libertad de prensa a Moscú, y mañana Rusia será una república libre”. Ese torrente esperanzado aconteció con la llegada de la Perestroika durante el gobierno de Mijaíl Gorbachov
Si fueran consultados hoy los archivos literarios de la KGB, desempolvados por Vitali Chentalinski, palpar lo sucedido es aterrador.
El pasado puede ser siniestro en muchas de de sus etapas, y aún así, más de lo esperado, vuelve por otras sendas con la lección amarga que no es otras que aplastar, hacer ceniza, la libertad de pensamiento.
Esa es la raíz de escribir estas crónicas semanales con tanta insistencia sobre los principios de la libertad. Ante ello, vemos la intrínseca situación y el reto de las nuevas generaciones de nuestro entorno latinoamericano, hendida, sin meta clara, con algunas naciones gobernadas bajo leyes antidemocráticas, y nos vienen a la memoria las palabras del presbítero inglés John Donne:
“Nadie en nuestro entorno es una isla, por consiguiente, nunca hagas preguntas por quién doblan las campanas; doblan por ti.” Por cada uno de nosotros.
Recorriendo la fuliginosa noche de los tiempos, sabemos que recapacitar y escribir, siempre ha sido un anatema, aunque incomprensible en los tiempos actuales, cuando uno creía que la civilización había llegado al cenit de su apogeo y los sueños humanos florecerían fusionados sobre el albedrío individual.
El patriotismo mal encarado, abusivo en demasía, engañoso, espeluznante en su concepción más básica, es lo contrario al significado del amor a la tierra heredada de nuestros mayores.
Así lo expresa Fernando Savater, y ahora, dadas las magras circunstancias por las que atraviesa la Patria Grande de Bolívar, debiéramos asimilarlo como sustentáculo a una verdad irreversible:
“Del sentimiento de amor al propio terruño no se deriva forzosamente la ideología nacionalista, del mismo modo que el incesto no es una consecuencia del amor filial: en ambos casos se trata de desbordamientos morbosos y probablemente indeseables”.
Se emigra por incontables motivos, no obstante, casi siempre en pos de libertad.
Las personas, cuando sienten tronchada su libre voluntad, parten con lo puesto igual a gaviotas sin destino. No les importa el lugar, solamente desean comenzar a vivir y respirar de nuevo.
La mayoría de expatriados, ya en la edad cansina igual a uno, no podrán volver nunca, se quedarán varados, convertidos en sombras y olvidos quejumbrosos.
La mala existencia es un drama. Alguna vez se cristaliza en sainete o tragedia, y en esa puesta en escena, la emigración sigue siendo el libreto duro de aprender. Posee un sabor a salitre bajo noches cuajadas de aspavientos.
El esfuerzo colmado de obstáculos no ha menguado, y a sabiendas de que la mayoría de la diáspora venezolana – sin ir más lejos, el escribidor de estas líneas, que se halla varado sin recibir la justa jubilación tras contribuir 40 años con los pagos a la Seguridad Social Venezolana - se halla hoy, empujada por las circunstancias políticas mal desarrolladas, en el lar de su nacimiento, continuando, hasta que el tiempo lo agote, matizando cada amanecida experiencias vividas, mientras narra afanes idealizados y hoy lejanos.
A la par, sentimos la resonancia de la sangre hasta el mismo tuétano, mientras las reminiscencias de los años margariteños, los repiqueteos de los carillones en la catedral en la Plaza Bolívar de Caracas camino de la Trilla hacia nuestro antiguo trabajo en la Torre la Prensa, siguen dentro de nosotros cubiertos de un hálito que esparce el denuedo de un lar cuajado, donde Simón Bolívar sigue sin cerrar los ojos de la esperanza.
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