Estados Unidos, Europa y la guerra en Ucrania
Los bloques europeo y atlántico, más quienes preferían andar por su cuenta en Europa, marchan hoy unísono. Todos ellos, subsumidos bajo el liderazgo de Estados Unidos, forman hoy un eje definido y consistente.
Hasta hace algunos meses la relación entre Estados Unidos y Europa lucía fría y difícil. La herencia dejada por Trump resultó nefasta. Disgustado porque los miembros de la OTAN no invertían suficientemente en su defensa el antiguo Presidente calificó a algunos de ellos como “delincuentes”, al tiempo que amenazó con reducir la participación estadounidense en esa organización. No sólo llamó a la OTAN “obsoleta”, sino que acuso a Alemania de ser “cautiva de Rusia”. Humilló a la Primer Ministra de Dinamarca por negarse a discutir la venta de Groenlandia a Estados Unidos, opción expresamente prohibida por el Acta de Helsinki de 1975, piedra angular de la estabilidad europea. Se refirió a la Unión Europea como enemiga económica de Estados Unidos y apoyó la salida del Reino Unido de la misma. Entre tanto logró fracturar al G7 en dos bandos: Estados Unidos de un lado y los seis miembros remanentes del otro. Ello, en adición a imponer tarifas o amenazar con ellas a sus principales socios europeos.
No en balde la reacción de Europa. En abril de 2018, Alemania, Francia y el Reino Unido declararon que defenderían con fuerza sus intereses frente al proteccionismo estadounidense. En mayo de 2018 Ángela Merkel señaló en Aquisgrán que el tiempo en que Europa podía confiar en Estados Unidos era ya cosa del pasado. En noviembre de 2019, Emmanuel Macrón declaró que Estados Unidos había dado la espalda a Europa y que la OTAN se hallaba sometida a muerte cerebral. Y así sucesivamente.
Sin embargo, Trump no hacía más que llover sobre mojado. Ocho años antes que él, Bush había saturado la paciencia europea con su unilateralismo prepotente y con su “con nosotros o contra nosotros”. Mas aún, a pesar de la buena noticia representada por la llegada de Biden a la Casa Blanca, la alta posibilidad de que Trump o algún facsímil de él pudiese retomar el poder en 2024, representaba un recordatorio de la polarización extrema de Estados Unidos y de su poca confiabilidad como aliado.
Ahora bien, aún cuando las posibilidades de reelección de Biden hubiesen lucido mejores, tampoco su política económica es bien recibida en Europa. Los rasgos nacionalistas y proteccionistas implícitos en su “Política Exterior para la Clase Media” y en su “Construir de Nuevo Mejor”, preocupan profundamente a los europeos. De hecho, al mantener en pie muchas de las tarifas impuestas por su predecesor y al mostrar poco interés en revitalizar a la Organización Mundial de Comercio, Biden dejó claro que su prioridad no eran sus socios económicos. Recuperar para su partido a los votantes de la llamada Franja del Herrumbre constituía su preocupación central.
Pero más allá de lo comercial, las acciones de Biden en política exterior también causaron mucha desconfianza en Europa. El retiro de las tropas estadounidenses de Afganistán sin consultar previamente a sus aliados o el acuerdo sobre submarinos nucleares con Australia (perjudicando abiertamente a Francia y a espaldas de ésta), fueron vistos como nuevas manifestaciones de unilateralismo. A pesar de que Biden invitaba a los europeos a una cruzada del internacionalismo liberal contra las autocracias, su unilateralismo no parecían marchar en la misma dirección que sus palabras. También bajo su mandato, el liderazgo europeo siguió insistiendo en la necesidad de desarrollar una política de autonomía estratégica para la región.
Sin duda este estado de cosas ha debido pesar en la decisión de Putin de invadir a Ucrania. Creyendo encontrarse ante una Alianza Atlántica en estado de fractura y letargo, menospreció la capacidad de respuesta de aquella. La mayor de sus sorpresas, y sin duda su principal error estratégico, es la revitalización de dicha alianza. El efecto catalizador representado por sus acciones en Ucrania ha devuelto fuerza, sentido de propósito y cohesión a la relación trasatlántica. Actuando con extraordinaria energía y coordinación, Estados Unidos, la Unión Europea y el Reino Unido, han producido un frente devastador de sanciones ante Rusia. A más de proporcionar armamentos a Ucrania.
Más aún, las llamadas naciones “neutrales” de Europa (Austria, Irlanda, Suecia y Finlandia que no participan de la OTAN) se han sumado a este esfuerzo de contención. Igual ha ocurrido con Suiza, quien rompe con ello una larga tradición de autonomía de acción. Al mismo tiempo, gobiernos populistas y cercanos a Putin como los de Hungría y Polonia, han cerrado filas con sus congéneres de la Unión Europea y la OTAN. A la vez, estas dos últimas instituciones que rara vez coordinan sus acciones, han procedido a hacerlo con singular eficiencia.
Los bloques europeo y atlántico, más quienes preferían andar por su cuenta en Europa, marchan hoy unísono. Todos ellos, subsumidos bajo el liderazgo de Estados Unidos, forman hoy un eje definido y consistente. Gracias a Putin ello se ha tornado en realidad. Aunque hay que reconocer que la experiencia de Biden ha ayudado a hacer posible lo que bajo un Trump muy difícilmente hubiese podido materializarse.
altohar@hotmail.com
No en balde la reacción de Europa. En abril de 2018, Alemania, Francia y el Reino Unido declararon que defenderían con fuerza sus intereses frente al proteccionismo estadounidense. En mayo de 2018 Ángela Merkel señaló en Aquisgrán que el tiempo en que Europa podía confiar en Estados Unidos era ya cosa del pasado. En noviembre de 2019, Emmanuel Macrón declaró que Estados Unidos había dado la espalda a Europa y que la OTAN se hallaba sometida a muerte cerebral. Y así sucesivamente.
Sin embargo, Trump no hacía más que llover sobre mojado. Ocho años antes que él, Bush había saturado la paciencia europea con su unilateralismo prepotente y con su “con nosotros o contra nosotros”. Mas aún, a pesar de la buena noticia representada por la llegada de Biden a la Casa Blanca, la alta posibilidad de que Trump o algún facsímil de él pudiese retomar el poder en 2024, representaba un recordatorio de la polarización extrema de Estados Unidos y de su poca confiabilidad como aliado.
Ahora bien, aún cuando las posibilidades de reelección de Biden hubiesen lucido mejores, tampoco su política económica es bien recibida en Europa. Los rasgos nacionalistas y proteccionistas implícitos en su “Política Exterior para la Clase Media” y en su “Construir de Nuevo Mejor”, preocupan profundamente a los europeos. De hecho, al mantener en pie muchas de las tarifas impuestas por su predecesor y al mostrar poco interés en revitalizar a la Organización Mundial de Comercio, Biden dejó claro que su prioridad no eran sus socios económicos. Recuperar para su partido a los votantes de la llamada Franja del Herrumbre constituía su preocupación central.
Pero más allá de lo comercial, las acciones de Biden en política exterior también causaron mucha desconfianza en Europa. El retiro de las tropas estadounidenses de Afganistán sin consultar previamente a sus aliados o el acuerdo sobre submarinos nucleares con Australia (perjudicando abiertamente a Francia y a espaldas de ésta), fueron vistos como nuevas manifestaciones de unilateralismo. A pesar de que Biden invitaba a los europeos a una cruzada del internacionalismo liberal contra las autocracias, su unilateralismo no parecían marchar en la misma dirección que sus palabras. También bajo su mandato, el liderazgo europeo siguió insistiendo en la necesidad de desarrollar una política de autonomía estratégica para la región.
Sin duda este estado de cosas ha debido pesar en la decisión de Putin de invadir a Ucrania. Creyendo encontrarse ante una Alianza Atlántica en estado de fractura y letargo, menospreció la capacidad de respuesta de aquella. La mayor de sus sorpresas, y sin duda su principal error estratégico, es la revitalización de dicha alianza. El efecto catalizador representado por sus acciones en Ucrania ha devuelto fuerza, sentido de propósito y cohesión a la relación trasatlántica. Actuando con extraordinaria energía y coordinación, Estados Unidos, la Unión Europea y el Reino Unido, han producido un frente devastador de sanciones ante Rusia. A más de proporcionar armamentos a Ucrania.
Más aún, las llamadas naciones “neutrales” de Europa (Austria, Irlanda, Suecia y Finlandia que no participan de la OTAN) se han sumado a este esfuerzo de contención. Igual ha ocurrido con Suiza, quien rompe con ello una larga tradición de autonomía de acción. Al mismo tiempo, gobiernos populistas y cercanos a Putin como los de Hungría y Polonia, han cerrado filas con sus congéneres de la Unión Europea y la OTAN. A la vez, estas dos últimas instituciones que rara vez coordinan sus acciones, han procedido a hacerlo con singular eficiencia.
Los bloques europeo y atlántico, más quienes preferían andar por su cuenta en Europa, marchan hoy unísono. Todos ellos, subsumidos bajo el liderazgo de Estados Unidos, forman hoy un eje definido y consistente. Gracias a Putin ello se ha tornado en realidad. Aunque hay que reconocer que la experiencia de Biden ha ayudado a hacer posible lo que bajo un Trump muy difícilmente hubiese podido materializarse.
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