El padre y la literatura
Décadas después vuelvo a leer la Carta, y con la visión del hombre maduro que soy no puedo ya evitar estremecerme, percibir ese miedo que hay en ella, captar en toda su magnitud el quiebre y el desasosiego interior del autor
La presencia del padre en la literatura es uno de esos fenómenos que más me impresionan, porque su huella es tan profunda y real, que podría afirmar sin temor a equivocarme, que es un leitmotiv universal del que muy pocos escapamos. Hace años leí la Carta al padre de Franz Kafka y me quedé de una sola pieza al percibir la densidad ontológica del texto, el dolor que ella emana, el inmenso trauma que para el autor significó la presencia y la impronta del padre en su vida. Y fue ese magnetismo de la figura recia a la que tanto le temía y la que al parecer, y según la visión del niño y del hombre, todo lo sabía y nunca se equivocaba, lo que llevó al autor al profundo desgarre interior: a esa conmoción que hallamos en sus novelas; a esa sombra que se puede captar en sus Diarios y en casi toda su obra.
Décadas después vuelvo a leer la Carta, y con la visión del hombre maduro que soy no puedo ya evitar estremecerme, percibir ese miedo que hay en ella, captar en toda su magnitud el quiebre y el desasosiego interior del autor, para quien su padre gobernaba con acierto el mundo desde su sillón. Ese contraponer a cada instante su personalidad con la de su padre y que como epílogo halle las respuestas a sus propias deficiencia, ese reconocer que era su padre el que representaba a los Kafka y no él desde sus asumidas debilidades y falencias, y ese cierre magistral a sus más de cincuenta páginas, es algo que no deja de ser significativo y de interés literario y humano. Leamos: “Por supuesto, en la realidad las cosas no encajan tan limpiamente como los razonamientos de mi carta, la vida es algo más que un simple rompecabezas. (…) hemos llegado, a mi parecer, a algo tan cercano a la verdad, que puede tranquilizarnos un poco a los dos y hacernos más llevaderas la vida y la muerte”.
¡Realmente conmovedor!
Tomo en este punto a la figura de Mario Vargas Llosa y su tormentosa relación con un papá al que conoció cuando tenía diez años, y que le habían hecho creer que había muerto, pero al reconciliarse la pareja el hombre regresa a la casa y ello significó para el niño un verdadero choque, ya que ese hombre desconectado por completo de los anhelos y de los sueños del niño, toma su vocación literaria como un indicio de homosexualidad y se resiste a ella, lo enfrenta, y eso es doloroso para Mario. Tal fue la oposición de su padre que para “salvar” a su hijo de ese destino lo inscribe en el Colegio Militar Leoncio Prado de Lima, y sin saberlo lo empuja a las letras, ya que en ese instituto Mario les escribe las cartas de amor a sus compañeros y por eso cobra, y fue durante ese duro período en el que el niño más se aferra a la literatura para escapar de su realidad y de su “ahora”.
Hoy, después de tantos años, Mario Vargas Llosa convertido en toda una luminaria de las letras, le “agradece” al padre esa decisión, fue el Leoncio Prado y la experiencia vivida en sus espacios lo que empuja al joven escritor a narrar su primera novela, que luego de varios títulos tentativos pasó a ser La ciudad y los perros, con la que ganó el Premio Seix Barral en 1962, que un año después salió publicada, y que pasó a constituir, junto a la obra de otros importantes autores contemporáneos, el germen del denominado boom latinoamericano y del que él es, precisamente, el último de sus más conspicuos representantes.
Gabriel García Márquez no se crio con sus padres sino con sus abuelos maternos y sus tías, y este hecho fue significativo en su momento y en el resto de su vida. Fue el coronel Nicolás Márquez, veterano de la Guerra de los Mil Días, y a los efectos el único padre que conoció, quien llenó su cabeza de historias de guerras civiles y de asonadas, con él conoció el cine y el circo, y todo esto fue realmente decisivo en su vocación literaria. Y ni decir de la influencia de su abuela, Doña Tranquilina Iguarán, quien también llenó de fábulas y de historias la cabeza de su nieto. Ambos abuelos fueron piezas fundamentales en su vocación y a su manera pasaron a ser personajes de leyenda en la obra del Gabo.
En el 2006 fue publicada una novela que conmocionó a América Latina y al mundo de habla hispana, y su título es El olvido que seremos del escritor colombiano Héctor Abad Faciolince. En ella se nos narra el asesinato de su padre, Héctor Abad Gómez, por los paramilitares en la ciudad de Medellín en 1987. La novela narra desde la nostalgia y la admiración al padre y no puede escapar el lector a sentir el dolor frente a lo contado, y el personaje se nos hace entrañable y querido por su desprendimiento y bonhomía: desde su profesión de médico ayuda a los necesitados, y su carrera política la dedica a denunciar las tropelías de los paramilitares a la población civil, y desde sus columnas de prensa y en su cátedra universitaria no cesa un solo momento en la defensa de los derechos humanos y en el apoyo a la gente humilde. Pagó con su vida.
Diecinueve años después del asesinato de su padre, publica Héctor Abab Faciolince su novela, y ni decirlo: un suceso editorial, una pieza en la que retrata el conflicto armado en Colombia y en toda la región, pero sobre todo, un estremecedor homenaje al padre, una novela que nos mueve en lo más profundo del ser y que pasa a engrosar (y con honores) la lista de las obras de la literatura universal azuzadas por la siempre presente e ineludible figura del padre.
rigilo99@gmail.com
Décadas después vuelvo a leer la Carta, y con la visión del hombre maduro que soy no puedo ya evitar estremecerme, percibir ese miedo que hay en ella, captar en toda su magnitud el quiebre y el desasosiego interior del autor, para quien su padre gobernaba con acierto el mundo desde su sillón. Ese contraponer a cada instante su personalidad con la de su padre y que como epílogo halle las respuestas a sus propias deficiencia, ese reconocer que era su padre el que representaba a los Kafka y no él desde sus asumidas debilidades y falencias, y ese cierre magistral a sus más de cincuenta páginas, es algo que no deja de ser significativo y de interés literario y humano. Leamos: “Por supuesto, en la realidad las cosas no encajan tan limpiamente como los razonamientos de mi carta, la vida es algo más que un simple rompecabezas. (…) hemos llegado, a mi parecer, a algo tan cercano a la verdad, que puede tranquilizarnos un poco a los dos y hacernos más llevaderas la vida y la muerte”.
¡Realmente conmovedor!
Tomo en este punto a la figura de Mario Vargas Llosa y su tormentosa relación con un papá al que conoció cuando tenía diez años, y que le habían hecho creer que había muerto, pero al reconciliarse la pareja el hombre regresa a la casa y ello significó para el niño un verdadero choque, ya que ese hombre desconectado por completo de los anhelos y de los sueños del niño, toma su vocación literaria como un indicio de homosexualidad y se resiste a ella, lo enfrenta, y eso es doloroso para Mario. Tal fue la oposición de su padre que para “salvar” a su hijo de ese destino lo inscribe en el Colegio Militar Leoncio Prado de Lima, y sin saberlo lo empuja a las letras, ya que en ese instituto Mario les escribe las cartas de amor a sus compañeros y por eso cobra, y fue durante ese duro período en el que el niño más se aferra a la literatura para escapar de su realidad y de su “ahora”.
Hoy, después de tantos años, Mario Vargas Llosa convertido en toda una luminaria de las letras, le “agradece” al padre esa decisión, fue el Leoncio Prado y la experiencia vivida en sus espacios lo que empuja al joven escritor a narrar su primera novela, que luego de varios títulos tentativos pasó a ser La ciudad y los perros, con la que ganó el Premio Seix Barral en 1962, que un año después salió publicada, y que pasó a constituir, junto a la obra de otros importantes autores contemporáneos, el germen del denominado boom latinoamericano y del que él es, precisamente, el último de sus más conspicuos representantes.
Gabriel García Márquez no se crio con sus padres sino con sus abuelos maternos y sus tías, y este hecho fue significativo en su momento y en el resto de su vida. Fue el coronel Nicolás Márquez, veterano de la Guerra de los Mil Días, y a los efectos el único padre que conoció, quien llenó su cabeza de historias de guerras civiles y de asonadas, con él conoció el cine y el circo, y todo esto fue realmente decisivo en su vocación literaria. Y ni decir de la influencia de su abuela, Doña Tranquilina Iguarán, quien también llenó de fábulas y de historias la cabeza de su nieto. Ambos abuelos fueron piezas fundamentales en su vocación y a su manera pasaron a ser personajes de leyenda en la obra del Gabo.
En el 2006 fue publicada una novela que conmocionó a América Latina y al mundo de habla hispana, y su título es El olvido que seremos del escritor colombiano Héctor Abad Faciolince. En ella se nos narra el asesinato de su padre, Héctor Abad Gómez, por los paramilitares en la ciudad de Medellín en 1987. La novela narra desde la nostalgia y la admiración al padre y no puede escapar el lector a sentir el dolor frente a lo contado, y el personaje se nos hace entrañable y querido por su desprendimiento y bonhomía: desde su profesión de médico ayuda a los necesitados, y su carrera política la dedica a denunciar las tropelías de los paramilitares a la población civil, y desde sus columnas de prensa y en su cátedra universitaria no cesa un solo momento en la defensa de los derechos humanos y en el apoyo a la gente humilde. Pagó con su vida.
Diecinueve años después del asesinato de su padre, publica Héctor Abab Faciolince su novela, y ni decirlo: un suceso editorial, una pieza en la que retrata el conflicto armado en Colombia y en toda la región, pero sobre todo, un estremecedor homenaje al padre, una novela que nos mueve en lo más profundo del ser y que pasa a engrosar (y con honores) la lista de las obras de la literatura universal azuzadas por la siempre presente e ineludible figura del padre.
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