Yo solo corrijo
RICARDO GIL OTAIZA. Aunque suene extraño lo que voy a decir, es verdad: disfruto de las reuniones con los correctores de prueba de mis libros. Para nada equivalen a una de las tantas formas de humillación de las que sufrimos a menudo los autores
RICARDO GIL OTAIZA
Mi experiencia en la escritura me dice que una de las fases que ejecuto con mayor placer es la de la corrección de mis textos. No sé, estar ajeno ya a la presión del inicio, desarrollo y cierre de un trabajo, trae consigo de manera automática el cese de la descarga hormonal y de ese estado de ansiedad que es inherente a toda creación. Esa corrección implica por lo general supresión de vocablos, frases y oraciones, que a mi modo de ver las cosas estorban en el escrito; casi nunca (según mi visión) corregir es agregar o ampliar. Para utilizar una expresión propia de la agronomía o de las ciencias forestales diría que la corrección implica una poda, la cual puede variar de categoría según sea el caso: suave, media o drástica.
Casi nunca (escribo “casi” para no caer en posiciones extremas) he descartado un texto en su totalidad porque no resulte de mi completo agrado. Que recuerde a comienzos de mi carrera literaria descarté mi primera novela que titulé La bendición final porque no calzó mis expectativas. Quería narrar la historia del general Liborio Otaiza (mi bisabuelo materno) desde que salió de las tierras vascas hasta que llegó a Valencia (Carabobo), y de allí a Mérida, pero el texto no me convenció (un verdadero bodrio plagado de inconsistencias y fallas gramaticales). Metí el fajo de cuartillas (mecanografiadas en una máquina portátil de marca inverosímil) en un sobre Manila, y sin pensarlo dos veces lo tiré en la papelera. Años después recordé con nostalgia aquella primera novela y dije en voz alta que consideraba un error haberla descartado sin darle posibilidad alguna de redención. Para mi sorpresa, la buena de mi esposa la había rescatado de la papelera y conservado en un cajón a la espera de su hora. Le pedí a un amigo que la transcribiera y me la grabara en un disquete porque deseaba reescribirla. Y así lo hizo. Juro que lo intenté y el texto no salió (la reescritura no es nada fácil). La novela de unas doscientas cincuenta cuartillas sigue guardada, pero ahora en los intersticios de un soporte digital, que cualquier día de estos no abrirá jamás (como ya me ha pasado en algunos casos), y la perderé para siempre.
Aunque suene extraño lo que voy a decir, es verdad: disfruto de las reuniones con los correctores de prueba de mis libros. Para nada equivalen a una de las tantas formas de humillación de las que sufrimos a menudo los autores. Si bien es cierto que a veces los escritores sentimos en nuestro rostro el ardor del orgullo “mancillado” por uno de estos “expertos”, en líneas generales en mi experiencia cada sesión ha significado un aprendizaje que agradezco con humildad. Es más, en esos dimes y diretes con los correctores han aflorado cuestiones interesantísimas, como por ejemplo: formas de expresión inexploradas por ellos (pero trajinadas por el autor), que las han asumido como propias y me lo han hecho saber. Es sabroso cuando afloran las dudas y ambos tenemos que apelar por el diccionario o por la gramática española para dirimir el problema, y todo resulta un ganar-ganar en nuestras vidas.
Recuerdo ahora la frase de Augusto Monterroso: “Yo no escribo, solo corrijo”, y considero que la misma está en correspondencia con ese espíritu de perfección del arte de la escritura al que debemos aspirar quienes trajinamos la palabra. Suelo decirles a mis alumnos del curso-taller Escribir para publicar, que debemos hacer nuestra la respuesta atribuida a Jesús, ante la interrogante de cuántas veces debemos perdonar. Él dijo: “Setenta veces siete”. Así mismo debemos corregir nuestros textos, hasta que se cumpla en nosotros el portento de la emersión del arte.
@GilOtaiza
rigilo99@hotmail.com
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