Azar y arbitrariedad
Cada vez resulta más complejo identificar lo que el pueblo realmente quiere, la autoridad de los expertos es más cuestionada y tenemos una identidad por así decirlo menos rotunda
Quizás no hay nada más significativo que el dramático resurgimiento de uno de los peores males de nuestro país y eso fue exactamente lo que Venezuela atestiguó al acercarse el final del siglo XX. La Venezuela antes del chavismo no era perfecta, sin embargo, en la profundidad habitaba un monstruo dormido, el resentimiento.
Los venezolanos hace dos décadas vivimos un futuro tal vez más sombrío, pero la estabilidad de nuestras condiciones vitales por muy negativas que fueran nos permitían pensar que el porvenir no nos iba a deparar demasiadas sorpresas. La perplejidad es una situación propia de sociedades en las que el horizonte de lo posible se ha abierto tanto que nuestros cálculos acerca del futuro son especialmente inciertos.
El siglo XXI se estrenó con la convulsión de la crisis económica, que produjo oleadas de indignación pero no ocasionó una especial perplejidad; contribuyó incluso a reafirmar nuestras principales orientaciones, quiénes eran los malvados y quiénes éramos los buenos. Pero el actual paisaje político se ha llenado de una decepción generalizada que ya no se refiere a algo concreto sino a una situación en general. Y ya sabemos que cuando el malestar se vuelve difuso provoca perplejidad. Nos irrita un estado de cosas que no puede contar con nuestra aprobación, pero todavía más no saber cómo identificar ese malestar, a quién hacerle culpable de ello y a quién confiar el cambio de dicha situación.
Efectivamente, el final de las certezas no solo es compatible con que algunas evidencias se vuelvan especialmente agresivas, sino que ambas cosas pueden estar conectadas. Que haya incertidumbre general es compensado por unas supuestas evidencias que se vuelven especialmente toscas e incluso agresivas.
Cada vez resulta más complejo identificar lo que el pueblo realmente quiere, la autoridad de los expertos es más cuestionada y tenemos una identidad por así decirlo menos rotunda. Pero esto no impide que se multipliquen las apelaciones a aclarar nuestros debates por algún procedimiento que deje fuera de dudas cuál es la voluntad ciudadana, los expertos imponen sus recetas económicas con una determinación que parece desconocer sus recientes fracasos y se restablece la divisoria entre nosotros y ellos, de manera que no deja lugar a dudas.
No quiero decir que estas cosas no existan, sino que son conceptos cuya invocación no nos resuelve definitivamente ningún problema porque concretarlas es un asunto político. Como otros conceptos similares, son invocados pero hay que considerarlos construcciones políticas y no datos innegociables. Lo que la política pretende es que estos conceptos y otros similares no sean armas arrojadizas sino asuntos de entrada polémicos pero sobre los que es posible lograr un compromiso político. El objetivo de la política es conseguir que la voluntad ciudadana sea la última palabra pero no la única, que el juicio de los expertos sea tenido en cuenta pero que no nos sometamos a él, que las naciones reconozcan su pluralidad interior y se abran a redefinir y negociar las condiciones de pertenencia.
Entender lo que pasa es hoy en día una tarea más retrograda que agitarse improductivamente, equivocarse en la crítica o tener expectativas poco razonables. La política no puede seguir siendo el arte de hacer un diagnóstico falso y aplicar después los remedios equivocados. Una nueva ilustración política debería comenzar desmontando los malos análisis, desenmascarando a quienes prometen lo que no pueden proporcionar, protegiéndonos tanto de los que lo tienen todo claro como de quienes no saben nada. Nunca fueron más liberadores el conocimiento, la reflexión, la orientación, el criterio.
Cada vez tenemos más la sensación de que en política cualquier cosa puede suceder, de que lo improbable y lo previsible ya no lo son tanto. Este tipo de sorpresas no serían tan dolorosas si no fuera porque ponen de manifiesto que no tenemos ningún control sobre el mundo, ni en términos de anticipación teórica ni en lo que se refiere a su configuración práctica.
Estamos en una época cuya relación con el mañana alterna brutalmente entre lo previsible y lo imprevisible, donde se suceden las continuidades más insoportables. Hace no muchos años el debate era si los cambios se producían en nuestras sociedades mediante la revolución o la reforma. Actualmente el cambio no se produce ni por lo uno ni por lo otro, ese ya no es el debate, sino por un encadenamiento catastrófico de factores en principio desconectados.
Lo que convierte la política en algo tan inquietante es el hecho de que sea imprevisible, cuál será la próxima sorpresa que la ciudadanía está preparando a sus políticos. Nadie sabe con seguridad cómo funciona esa relación entre ciudadanos y políticos, que se ha convertido en una auténtica “caja negra” de la democracia. Reina en todas partes una medida excesiva de azar y arbitrariedad.
En fin, vivimos en tiempos de incertidumbre no es algo que tenga exclusivamente que ver con el conocimiento, sino también con la voluntad, el desconcierto no es solo desconocimiento sino también una desorientación que afecta a la voluntad.
@el54r
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