Espacio publicitario

Una pequeña y gran obra

Lo importante acá es que la tragedia de los personajes nos llega, nos toca desde lo humano y nos vemos impelidos a ponernos del lado de ellos y hacernos parte y todo del drama contado

  • RICARDO GIL OTAIZA

24/04/2025 05:03 am

Termino de leer la novela Y apenas nada (Drácena, 2025), del autor mexicano (residenciado en Galicia) Eduardo Rojas Rebolledo, y he quedado impactado. Se trata de una novela breve, tal vez brevísima (145 páginas), en la que se nos narra en capítulos muy cortos una de esas historias que nos dejan reflexionando, cabizbajos, rumiando las cuestiones propias de la existencia, y que nos llevan a exclamar sin titubeos: “¡realidad y ficción son una misma esencia”.

Napoleón Chicomóztoc desaparece el primer domingo de septiembre y se despliega ante nosotros el drama de Lobina, su madre, quien en medio del abatimiento se da a la tarea de buscarlo. Su hijo es un adulto, pero como si no lo fuera, porque como lo expresa el novelista “le patina la sesera”, y no por culpa suya, o de algún insospechado vicio, sino como herencia de su padre, Rito Cué, quien también anduvo perdido en las inconsistencias de la mente y fue hallado muerto (muertito, como diría Monterroso) a la semana de la búsqueda, y lo único que le quedó a su mujer y a su hijo, aparte de la casa, fueron dos fotografías que ella clavó con tachuelas sobre la cama de Napoleón, para que supiera que alguna vez hubo un padre.

La madre solo halló de su hijo la bicicleta amarilla en la que se marchó de la casa, y que había sido un regalo de su mejor amigo (el Plebe, que había conocido en sus tiempos de la secundaria), y cuando se cumplieron los cien días de su desaparición, ya todo estaba consumado: su hijo no regresaría, se había marchado a perseguir la lluvia una mañana de septiembre “en pleno calorón”. Se marchó y la dejó a ella, llorando la pena, inmersa en los recuerdos, anhelando que todo aquello no fuera más que una pesadilla. Atrás quedó, no solo su Napoleón, sino también el “Popito”, su nieto: el niño de más de un año que su vástago había tenido con la mujer que amaba, y quien en plena crisis psicótica de su marido tomó al niño en los brazos y se marchó para siempre.

Napoleón Chicomóztoc era un muchacho bueno, de clara inteligencia, y su madre se perdía en la ilusión de que al terminar la secundaria se inscribiría en la universidad y se iría a estudiar junto con su amigo, pero esos sueños lentamente se dispersaron por los vientos del desquiciamiento, que pronto le llegaron y lo hundieron para siempre en las crisis del desvarío: solo atenuadas con las altas dosis de psicotrópicos.

Una vez desaparecido el hijo, Lobina se dijo, sin más, que estaba muerto, que “algo” en su interior, tal vez la intuición, se lo gritaba, así que su búsqueda era en los manglares, en las redes de sus tentáculos, con el desasosiego propio de quien espera hallar un cadáver descompuesto como le ocurrió con Rito Cué. Lo buscó largamente, su tiempo lo entregó a esa causa, pero poco a poco el ánimo se desvaneció, y a los cien días de la desaparición aquella certeza se le vino al piso y hasta pensó que podría hallarlo vivo. En una oportunidad las autoridades la llamaron para que fuera a reconocer un cuerpo encontrado en la costa, y con las tripas en las manos se atrevió a mirarle el rostro al cadáver, y supo que no era su hijo, que su búsqueda continuaba, que la vida entera la daría hasta darle sepultura a su Napoleón.

La novela está fragmentada en tres partes: la primera, titulada “El plano”, se subdivide a su vez en veintiún capítulos; la segunda, “La línea”, en cuarenta y nueve, y la tercera, “El punto”, en veinticinco, lo que le imprime al libro una inaudita fluidez, y he de expresar que lo que más me impactó del texto fue la prosa de Rojas Rebolledo, su estilo es personal y en extremo perfecto: cada palabra y cada frase han sido estudiadas con milimétrica precisión: nada sobra y nada falta, en él la lengua es un hermoso tablero de ajedrez en el que juega con absoluta maestría y dominio.

He de confesar, que pocos autores pueden preciarse de un ejercicio tan libérrimo de la prosa literaria, que nos lleva con cautela a recorrer los escenarios de lo narrado, y es tal su agudeza estilística, que somos arrastrados por las palabras a cada rincón como si pudiéramos ver lo contado a través de una ventana, o desde las imágenes proyectadas en una pantalla, lo que resulta maravilloso, porque esta novela podría llevarse perfectamente al cine, debido a su nitidez y clara estructura literaria.

He sido un constante predicador de que una novela no tiene por qué ser un amasijo de palabras y de circunstancias (algo así como una densa red de acaecimientos, que buscan innecesariamente la complejidad), que el ahorro argumental y de lenguaje resultan esenciales a la hora de plasmar una historia, y que esta pueda ser seguida sin mayores problemas por parte del lector, para que dé razón, sin obstáculo alguno, de su eje argumental.

Y apenas nada es una novela con criterios muy sencillos: una historia que podría ser la de muchas personas en cualquier ámbito rural de América Latina (incluso de Europa o de otros continentes; ergo, la universalidad de lo contado). Lo importante acá es que la tragedia de los personajes nos llega, nos toca desde lo humano y nos vemos impelidos a ponernos del lado de ellos y hacernos parte y todo del drama contado. A pesar de que en el libro hay muchos vocablos del habla popular y autóctona de México, esto no es obstáculo alguno para su correcta comprensión, porque la esencia de lo contado es tan profunda, tan honda, que podría afirmar, sin caer en el exabrupto, y sin sesgo alguno, que hay en ella una densidad metafísica y filosófica propia de una gran obra, que celebro con alegría, porque me ha dado un inmenso gozo como lector y como autor.

rigilo99@gmail.com 
Siguenos en Telegram, Instagram, Facebook y Twitter para recibir en directo todas nuestras actualizaciones
-

Espacio publicitario

Espacio publicitario

Espacio publicitario

DESDE TWITTER

EDICIÓN DEL DÍA

Espacio publicitario

Espacio publicitario