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San José Gregorio Hernández, un viejo santo

Para mis padres y para mí, desde muy niño, él ya era un santo con todas las de la ley. Hoy, si ellos vivieran, estarían dichosos y satisfechos, exclamando aquí y allá ¡que lo supieron desde siempre!

  • RICARDO GIL OTAIZA

27/02/2025 05:02 am

Sé que muchos se molestarán conmigo por lo que voy a expresar, pero para mí, en particular, la santidad del Dr. José Gregorio Hernández jamás estuvo en tela de juicio, independientemente de lo que dijera o no al respecto la Santa Sede, y su figura formó parte de mi educación sentimental. Es más, desde que tengo uso de razón notaba que en mi familia su santidad se afirmaba sin que quedara un ápice de duda (con fuerza y pasión), y en los altares de aquellas viejas casonas en donde viví hasta mi adolescencia, la imagen que más destacaba era precisamente el busto del trujillano, en versiones no muy artísticas, por cierto, pero que dejaban ver el fervor que despertaba entre nosotros.

No contentos con eso, mi madre le encendía velas y muy contrita le pedía favores (generalmente relacionados con la salud), le mandaba a decir misas en la iglesia de nuestra parroquia por su pronta canonización, y una o dos veces al año nos dábamos el pesado viaje hasta Isnotú: por zigzagueantes carreteras y un calor endemoniado, todo lo cual era compensado por la belleza del paisaje y la emoción de llegar al pueblo, y sí coronar el anhelo de postrarnos frente a su imagen un tanto fantasmal e impersonal, pero que ya preconizaba lo que a la postre veríamos los herederos de aquellas generaciones: la aceptación y aprobación de su causa por parte de la Iglesia para alcanzar oficialmente los altares.

Como se podrá deducir, mi madre y mi padre no esperaron a que el Dr. José Gregorio fuera canonizado (bien por ellos, al dar rienda suelta a su fe), y así tampoco los cientos de miles (quizás millones) de devotos desperdigados en Venezuela y en muchos otros países, que veían en él al prototipo del santo laico: elegantemente ataviado como se estilaba a finales del siglo XIX y comienzos del XX (y máxime, siendo médico de profesión, profesor universitario y científico: tres dignidades muy respetadas para entonces, pero hoy bastante deterioradas por razones que no vienen al caso analizar), de actuar austero y circunspecto, de modales y lenguaje elegantes, pero sin atisbos de arrogancia o de orgullo mundano o banal, de actuar misericordioso y compasivo y de espíritu alegre (aunque no exento de introspección, y de una suerte de melancolía que se traslucía en su mirada y en su correspondencia, que lo hundía así en una burbuja mística y espiritual; de hecho: varias veces quiso entregarse a la vida clerical y apartarse del mundo, y se internó en un monasterio de Cartuja de Farneta, Italia, pero tuvo que regresar a su pesar por problemas de salud).

La causa del Dr. José Gregorio Hernández en la Santa Sede tuvo muchos altibajos (y no referidos precisamente al tiempo de duración, que fue de apenas setenta y seis años: pocos, si los comparamos con los siglos que duraron las causas de otros santos), y el fatalismo muchas veces estuvo a la orden del día entre sus devotos, transijo, al imaginarse (erróneamente, por fortuna) que no sería oficialmente elevado a los altares a causa de muchos factores, en los que se asomaban variables como la tradición popular, la imaginería, la superchería y muchas situaciones derivadas de “cultos” un tanto oscuros y paganos, así como los errores procedimentales cometidos a lo largo de las décadas, pero la luz se impuso y la figura del “médico de los pobres” emergió a pesar de las dificultades. Fue elevado a venerable por el papa Juan Pablo II en 1986, a beato en el 2021 por el papa Francisco, y ahora a santo por el mismo pontífice.

Cuando estudiamos la vida del santo venezolano (de corazón y por decisión final del Papa, quien en su lecho de enfermo estampó su firma para el éxito de su causa) vemos que fue un hombre de su tiempo, que si bien tendía a la religiosidad y a la oración, también supo disfrutar de lo que la vida podía entregarle: era políglota, tocaba piano, armonio y sentía afición por el violín, sabía bailar, era pintor, confeccionaba su ropa, fumó en su juventud, gustaba de los viajes, tuvo buenos amigos (así como también detractores en el orden académico y científico), iba a las retretas, era buen lector (sobre todo de filosofía) y un hombre estudioso y disciplinado, tenía un acendrado sentido de la belleza y la estética, desarrolló con vehemencia la escritura científica (llegó a publicar una docena de trabajos), gustaba de la buena cocina y disfrutaba de los paseos y de la naturaleza.

La muerte le llegó de sorpresa (aunque la presentía, así se lo hizo saber a uno de sus allegados) a los 54 años: en la esquina de Amadores fue atropellado el 29 de junio de 1919 en horas de la tarde, cuando se dirigía a la esquina de Cardones para atender a una enferma, y falleció a causa de una fractura de cráneo. Hay que decir que mucho antes de su muerte ya eran vox populi sus aires de santidad: la gente de distintos estratos sociales veía en él a un estupendo hombre y a un médico de excepción. Toda Caracas lo lloró, y luego, cuando su fama se extendió, no tardó en escucharse el clamor popular de su elevación a los altares.

Para mis padres y para mí, desde muy niño, él ya era un santo con todas las de la ley. Hoy, si ellos vivieran, estarían dichosos y satisfechos, exclamando aquí y allá ¡que lo supieron desde siempre!, por eso cuando este martes 25 de febrero escuché al arzobispo de Caracas, monseñor Raúl Biord Castillo, anunciarlo desde el Vaticano, y luego al cardenal Porras, la noticia no me sorprendió. El Dr. José Gregorio Hernández es un viejo santo venezolano al que hoy le llega con cierto retraso (por decir lo menos) su certificación.

rigilo99@gmail.com
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