El sol de los venados
El camino es una duda, ya que penetra un cerro oscuro que, en ascenso, no converge con otros. Cada piedra, un camino desde donde apostamos a la distancia. Todo tropiezo es una exclamación de desahogo; cada ave nocturna, un sobresalto
Junto con el frío vespertino llega, también, el sol de los venados. Cuando las sombras se extienden, los cerros se iluminan por sus crestas y vertientes, tal y como podríamos observar hacia “El Ávila” y otras serranías, a diario, poco antes del ocaso. Solo queda el testimonio de algunas nubes, que vagan intensas, anaranjadas como una mandarina por el verano. Y, aunque ahora hay muy pocos cérvidos, solo su nombre evoca, gratamente, la añoranza de otros tiempos, pero aun persiste la hora de esta magia (entre las seis y las siete de la tarde), la dubitación entre la tarde y la noche, que se manifiesta desde una cúpula lejana, Producto de la refracción de la luz, cuando el sol, a causa del movimiento de rotación de La Tierra, se halla a unos 25 grados bajo el horizonte. Queda el tiempo latente e impasible. Queda el campo oculto, entre mugidos lejanos, así como ladridos que anuncian casas, aparte de algún grito que escapa aguas abajo; queda, además, el recogimiento y la evocación del hogar, bajo un silencio sepulcral que elonga la vida de las cosas, el recuerdo de esa penumbra que, cuando estoy en casa, se atreve a salir de los rincones y alguna memoria que renace, alguna mención tímida de lo que ha sido.
“El sol de los venados” anuncia el frío que viene junto con la luz que se aferra sujeta a las lomas serranas; la premura de la noche y las ráfagas de viento que agitan las copudas casuarinas, el abrazo cariñoso del abrigo, el paso en el andar, sintiendo la querencia de lejos, ya que la urgencia por llegar gobierna, ahora, la vida. Palpamos el tiempo y el espacio, aquí, sin otro auxilio de nuestra autoconfianza, es un desafío esencial.
Después, casi de súbito, cae la noche. Los caminos se ausentan. El camino es una duda, ya que penetra un cerro oscuro que, en ascenso, no converge con otros. Cada piedra, un camino desde donde apostamos a la distancia. Todo tropiezo es una exclamación de desahogo; cada ave nocturna, un sobresalto. El horizonte se difusa con el cielo. Rielan algunas estrellas mustias. El cansancio y la sensación de refugio que invade son suficientes para hacer de la noche una maravilla. Quizá haya, más tarde, algún rezago de plenilunio, que ayudará un poco, hasta el languidecer fresco que debe ceder paso a la calidez del sol tropical.
isaimar@gmail.com
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