Volver a los recuerdos
Y sí, quizá volver a los recuerdos no siempre es buena idea, pero a veces nos sirve también para descubrir rincones que a partir de ahora se van a quedar en ese escondite del alma que nos hace felices, sumándose a otras tantas remembranzas allí atesoradas
Aunque no hay nada más cierto que recordar es vivir, no siempre queremos quedarnos con el recuerdo, y el ansia de volver a los lugares que nos han dejado una marca indeleble en el alma nos impulsa a peregrinar hacia ellos de nuevo. Han sido muchas las ocasiones que desde estas líneas he evocado uno esos parajes: la Isla de Capri, L’Isola, como la llaman los italianos, la Isla de Sirenas como muchos otros la bautizaron.
Pues bien: tal vez sin pensarlo mucho con el cerebro pero sí con el corazón, allí volví hace pocos días. Y allí estaba mi isla, asomada como siempre al Mare Nostrum, el Mediterráneo magistralmente cantado por Serrat, el mar de las civilizaciones que nos enseñaron la democracia. Y por ello, como expresara Fèlicien Marceau, “al final de cada callejuela, detrás de los ágaves, debajo de las terrazas, entre las viñas, más allá de los huertos, el mar. Siempre. Hasta el punto de que uno se olvida de él.”
Como en anteriores oportunidades, en unos de esos increíbles taxis que casi vuelan por una estrechísima carretera, llegamos a La Piazzetta, o Plaza de Umberto I, punto central de la ciudad, rodeada de cafés que desde la época del romanticismo son punto de encuentro de los habitantes para ver pasar la vida, a la sombra de la Torre del Reloj.
Volvimos a recorrer las callejuelas aledañas, tan estrechas como llenas de encanto, la Cartuja de San Giacomo, los Jardines de Augusto y la Vía Krupp, los Farallones… Y por supuesto, Punta Masullo, el promontorio rocoso donde se alza la casa de Curzio Malaparte, el autor de obras como “La Piel” y “Madre Marchita”, un edificio de un color rojo brillante, de una arquitectura un tanto extraña pero que se funde perfectamente con este árido lugar.
Y quisimos también volver a la maravillosa Villa san Michele, en Anacapri, que fue propiedad del médico y escritor sueco Axel Munthe que, como tantos otros personajes, se enamoró de esta pequeña isla y se estableció en esta hermosa construcción, mezcla de estilos y llena de obras de arte y espectaculares vistas al mar.
Pero… la isla que yo amaba –y amo- ya no es exactamente la misma que estaba en mi recuerdo. Los viejos amigos, con los que compartíamos un té en la Piazzetta, ya no están. La masificación turística, que obviamente tiene importantes ventajas para la isla, le ha quitado en parte ese sosiego, esa calma que eran casi una seña de identidad de Capri.
En alguna parte, no recuerdo dónde ni quién es el autor, leí estas frases: “No vuelvas a donde fuiste feliz. Es una trampa de la melancolía… Todo habrá cambiado y ya nada será igual, ni siquiera tú. No intentes buscar los mismos paisajes ni las mismas personas. El tiempo juega sucio y se habrá encargado de destrozar aquello que un día te hizo feliz. Retenlo siempre en tu memoria tal como era, pero no regreses.” Quizá tenga razón….
De Capri, tomamos el ferry que en poco más de una hora te lleva hasta Nápoles, un lugar tan diferente al anterior, a pesar de estar tan cerca, que ni siquiera parecen el mismo país. Nápoles tiene una belleza distinta, caótica, exaltada, con un tráfico infernal, y unos edificios que aún a día de hoy nos recuerdan las películas protagonizadas por una jovencísima Sofía Loren.
Esta vez, pasamos de ver los monumentos y lugares aconsejados por las guías turísticas, y nos adentramos en el conocido como “Barrio Español”, cuyo nombre no es tan extraño teniendo en cuenta que Nápoles perteneció a la Corona de Aragón desde 1504 y permaneció bajo dominio español hasta principios del siglo XIX.
Este barrio, de calles estrechas y empinadas, con edificios desconchados que parecen recién salidos de la posguerra, con ropas colgadas en todos los balcones, donde personas y motos transitan por la misma calzada y han aprendido a sortearse mutuamente, te lleva a un lugar sorprendente, una plazoleta que llaman “de los murales de Maradona”, donde las imágenes del deportista es omnipresente en fachadas, bares, en franelas, en latas de refresco, en souvenirs de todo tipo, y donde hay pintadas que aseguran que “Maradona es Dios”. Una napolitana nos aseguró que allí aman al futbolista más que a San Gennaro, patrono de Nápoles y cuya sangre seca se conserva en la Catedral. Y aunque en este barrio alcanza su máxima expresión, el culto al “pibe” se extiende por toda la ciudad y Diego Armando te sonríe desde cualquier esquina. Alucinante, y nunca mejor dicho.
Y sí, quizá volver a los recuerdos no siempre es buena idea, pero a veces nos sirve también para descubrir rincones que a partir de ahora se van a quedar en ese escondite del alma que nos hace felices, sumándose a otras tantas remembranzas allí atesoradas, como un valor incalculable que nadie nos puede robar.
rnaranco@hotmail.com
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