Carta a un querido amigo
RICARDO GIL OTAIZA. “Mi profe, me voy de Venezuela”, recuerdo que me dijiste con aflicción hace más de un año. La existencia se te hizo imposible. A pesar de tu formación y de tus competencias...
Me enteré ayer por Facebook que te fuiste a Santiago de Chile, y eso me golpeó. Y no precisamente porque no te despidieras (que sí, es ciertamente desleal, pero hay gente a la que no le gusta las despedidas y, eso se respeta, máxime si uno también es llorón, con nudos en la garganta y todo lo demás), sino porque la vida te empujó a hacerlo. Ya ni recuerdo cuántos años llevábamos trajinando eso que llamamos amistad, pero lo que sí tengo claro es que te conocí cuando fuiste mi alumno en un seminario de maestría, y desde entonces hubo empatía entre tus deseos de superación y los míos, entre tus anhelos de auscultar el denso mundo de la educación del adulto mayor, y mi formación doctoral en la educación de adultos (andragogía), que te proporcionó ciertas herramientas para el abordaje de tu trabajo de grado, del que terminé siendo tutor.
Al escenario
Recuerdo el día de la defensa pública de tu trabajo: te vi levitar frente al jurado (como Remedios de Cien años de soledad, suelo bromear), te vi consustanciado con una postura que abrazaste con tal fuerza y contundencia, que ello te dio la moral necesaria para aguantar con estoicismo las andanadas de ignorancia que sobre el tema farfulló una de mis colegas de panel. Luego entré yo al escenario como tutor e hice una defensa casi ciclópea de tu propuesta, no porque la necesitaras (los laureles son solo tuyos), sino para poner las cosas en su sitio en un contexto en el que la educación del adulto, y de manera particular del adulto mayor, son rara avis y casi una extravagancia. Ambos lucíamos agotados luego de aquella jornada, que se quedó grabada en mi memoria como huella indeleble y que siempre saco a colación en todos los escenarios académicos en los que me desenvuelvo, como ejemplo de entrega y de fervor a una postura en la que se cree y en la que se ha dejado parte de la piel.
Luego te inscribiste en un doctorado y empezó Cristo a padecer. Cumpliste a cabalidad con las exigencias de la universidad, pero sus pésimos procesos académicos y administrativos hicieron que el tiempo se hiciera eterno. Lo que pudiste haber concluido en el lapso reglamentario, por culpa de ciertos artilugios y dobleces (¿los recuerdas?) se extendió hasta el delirio, robándote sin piedad un espacio precioso que pudiste invertir en otras metas, o sencillamente en descansar luego de tamaño esfuerzo intelectual y económico. Te acompañé de nuevo gustoso en el recorrido como tutor de tu tesis doctoral. Vuelta a revisar las experiencias pasadas, retomar lo andado y echar andar un proceso de mayéutica que en ti se reflejaba e insinuaba al perfecto estilo ateniense. Diste continuidad al proyecto de la maestría y lograste presentar una propuesta descomunal, rompedora de esquemas, densa como pocas, pero con una utilidad rayana en la cotidianidad de nuestros viejos. La defensa doctoral no estuvo exenta de altibajos (renuncia de uno de los miembros del jurado, retrasos), pero a la final coronaste la meta con un producto a la altura de tus anhelos.
El viejo hilo conductor
Al poco tiempo, no contento con el doctorado, y siempre atento a tus ansias de crecimiento, te inscribiste en el Programa Posdoctoral, que coordiné en la ULA. Ni qué decirlo: el viejo hilo conductor trajinado en los procesos anteriores, afloró en tu propuesta de investigación posdoctoral. Ya sin las vicisitudes propias de una tesis como tal, fuiste hasta hallar un vaso comunicante con el desarrollo humano. Amalgamando (vocablo que nos gusta a ambos) tu formación de pregrado como gerontólogo, licenciado en educación y comunicador social, con la maestría y el doctorado, hiciste gala de una madurez intelectual propia de un complejo recorrido vital, y cerraste con éxito esa nueva página.
Imposible
“Mi profe, me voy de Venezuela”, recuerdo que me dijiste con aflicción hace más de un año. La existencia se te hizo imposible. A pesar de tu formación y de tus competencias, aquí no hallaste una vida digna. Viviste muchos años alquilado en un cuarto de pensión, pero la crisis te fue acechando hasta que perdiste la capacidad de mantenerte. Hace pocos días me comentaste que los zapatos se te rompieron y lo que ganabas como gerontólogo no te alcanzaba ni para mandarlos a remontar. Tuviste que pasar por el bochorno de recibir de obsequio unos zapatos usados. Hubo días en los que no tenías para comer ni para pagar un pasaje. Fui testigo de tus angustias existenciales, de tu depresión, de tu guerra interior entre quedarte en Mérida, a la que amas, pero en la indigencia, o de marcharte a un destino incierto, pero con la esperanza de salir adelante.
Ya diste el salto, comienzas una nueva vida. Querido amigo, te deseo lo mejor. Cuando estés en la cúspide de tu éxito profesional (que lo tendrás), acuérdate de los que se quedaron aquí.
@GilOtaiza
rigilo99@hotmail.com
Siguenos en
Telegram,
Instagram,
Facebook y
Twitter
para recibir en directo todas nuestras actualizaciones