Cruzando nuestro propio Rubicón
Leer no es solamente existir: significa enfrentarnos a las incertidumbres, aprensiones, y una necesidad apremiante de procurar saber lo que habrá detrás de la página siguiente. Es un paradigma de la vida misma
¿Qué significaba que Julio César cruzara el río Rubicón con sus legiones hacia Roma? Esa era la decisión de dar una orden que podría suponer un grave riesgo.
El emperador era consciente de lo que suponía atravesar el Rubicón al frente de sus tropas: una declaración de guerra. Y fue en esa ocasión, cuando pronunció una de sus frases más famosas para la historia: la suerte está echada (alea jacta est.) Y eso supuso, de facto, el inicio de una guerra civil.
En esta columna el lector notará fácilmente las trazas que han ido quedando de otros escritos, hojuelas que unas veces mojan y otras no empapan. Somos autores de una sola página repitiéndose infinidad de veces.
La supervivencia es igual o muy parecida, a un arduo transitar pisando idénticos surcos, con la salvedad de que cuando ya los conocemos con certeza, el cuerpo se halla cansado, el espíritu hendido y en la cercana lontananza se divisan dudas y temores.
Soy una entelequia humana de pocos textos literarios. Cruzado mi propio Rubicón, no dispongo de la capacidad, ni la avidez, para enfrentarme a nuevas cuartillas, mientras el tiempo nos ha ido ubicado en el sitial en que todo sosiego se atempera, y el vientecillo de las remembranzas, solamente ayuda a saber lo que los años han tenido en nosotros: anhelos, zozobras y éxodos.
El vivir significa afrontar las dudas, las aprensiones y una necesidad de pretender saber lo que habrá detrás de la página siguiente. Es un paradigma de la vida misma.
Hemos creído que si un hombre leyera a lo largo de su existencia solamente la tragedia “Hamlet”, allí desenterraría todo lo necesario sobre el ser humano.
Lo manifestó Víctor Hugo: “¡Hamlet! Espantoso ser en lo incompleto. Serlo todo y no ser nada. Es príncipe y demagogo, sagaz y extravagante, profundo y frívolo, hombre y neutro (.....) juega con cráneos humanos en un cementerio, aterra a su madre, venga a su padre, y termina con un gigantesco signo de interrogación el temeroso drama de la vida y de la muerte”.
En sus tragedias hay la vida en cada uno de sus rostros. Harold Bloom, penetrante conocedor de William Shakespeare, menciona un prefacio de Samuel Johnson en una edición de las obras del autor inglés:
“Éste es el mérito de Shakespeare: que sus dramas son el espejo de la vida; que aquel cuya mente ha quedado enmarañada siguiendo a los fantasmas alzados ante él por otros escritores, pueda curarse de sus éxtasis delirantes leyendo sentimientos humanos en lenguaje humano, mediante escenas que permitirían a un ermitaño hacerse una opinión de los asuntos del mundo y a un confesor predecir el curso de las pasiones”.
En esta misma situación debe estar el propio Hamlet. Personaje espeluznante si no hubiera asumido las dos partes humanas en que la arcilla y el espíritu intentan perpetuarse sobre el destino de la vida, que la mayoría de las veces es brutal.
No lo sabemos, y aún así es admisible que el Príncipe de Dinamarca - si Shakespeare no lo encadenara a su irremediable destino -, hubiera podido dialogar con su propio yo, y con ello defenderse de su insaciable destino e impedir que se encontrara envuelto en tantos brutales asesinatos.
Shakespeare era un actor enorme, y lo indican las crónicas de aquel entonces. Para él, las puestas en escena en el Teatro The Globe de Londres, eran despiadadas y apoteósicas. Así era la época.
Aún hoy se debate - y eso no importa nada – si algunas de las obras del Bardo de Avon las escribió el dramaturgo y poeta Christopher Marlowe, el mismo que Anthony Burgess lo matizó en su libro “Un hombre muerto en Deptford”.
En esa narración, las dudas o certezas se dan la mano sin llegar a una decisión: ¿Era Shakespeare una disyuntiva que aún hoy no ha sido resuelta?
Toda escritura es soportar un dilema: Plegarse dentro de todos y cada uno de los personajes incomprensibles que la razón rechazaría.
La existencia es un resudor sobre turbaciones con infinidad de indecisiones sin ninguna respuesta. Y un así, nos enganchamos a ella al ser parte enigmática de nosotros mismo. ¿Un arcano? Todo en nuestra vida parece que lo es.
Pensando en Marlowe, recordamos que el emperador Adriano, al trasluz de la creación literaria de la admirada Marguerite Yourcenar, nos adiestró a soportar los golpes de la vida. No es difícil. Al caminar sobre ella nos acostumbramos.
En este momento, al final de los años que hemos estado frente a esta pantalla del ordenador en la que escribo, me veo en Villa Adriana de Tivoli, cercana a Roma, y observo al emperador inclinado y débil. Está trazando unas letras, las últimas para la posteridad, y ahí su último recuerdo es para su joven amante Antínoo, ahogado en las aguas del río Nilo.
Y en ese momento escribió: “Esta mañana pensé por primera vez que mi cuerpo, ese compañero fiel, ese amigo más seguro y mejor conocido que mi alma, no es más que un monstruo solapado que acabará por devorar a su amo”.
No es ningún agrio arcano. Nacer es comenzar a poseer el gozo de poder conseguir el amor bienhechor, al ser esa esencia legataria, la cognición que nos hace ser innegablemente hombres y mujeres, bajo cuya cualidad, reivindicar por encima del propio hipogeo, el valor inconmensurable de la libertad plena.
rnaranco@hotmail.com
El emperador era consciente de lo que suponía atravesar el Rubicón al frente de sus tropas: una declaración de guerra. Y fue en esa ocasión, cuando pronunció una de sus frases más famosas para la historia: la suerte está echada (alea jacta est.) Y eso supuso, de facto, el inicio de una guerra civil.
En esta columna el lector notará fácilmente las trazas que han ido quedando de otros escritos, hojuelas que unas veces mojan y otras no empapan. Somos autores de una sola página repitiéndose infinidad de veces.
La supervivencia es igual o muy parecida, a un arduo transitar pisando idénticos surcos, con la salvedad de que cuando ya los conocemos con certeza, el cuerpo se halla cansado, el espíritu hendido y en la cercana lontananza se divisan dudas y temores.
Soy una entelequia humana de pocos textos literarios. Cruzado mi propio Rubicón, no dispongo de la capacidad, ni la avidez, para enfrentarme a nuevas cuartillas, mientras el tiempo nos ha ido ubicado en el sitial en que todo sosiego se atempera, y el vientecillo de las remembranzas, solamente ayuda a saber lo que los años han tenido en nosotros: anhelos, zozobras y éxodos.
El vivir significa afrontar las dudas, las aprensiones y una necesidad de pretender saber lo que habrá detrás de la página siguiente. Es un paradigma de la vida misma.
Hemos creído que si un hombre leyera a lo largo de su existencia solamente la tragedia “Hamlet”, allí desenterraría todo lo necesario sobre el ser humano.
Lo manifestó Víctor Hugo: “¡Hamlet! Espantoso ser en lo incompleto. Serlo todo y no ser nada. Es príncipe y demagogo, sagaz y extravagante, profundo y frívolo, hombre y neutro (.....) juega con cráneos humanos en un cementerio, aterra a su madre, venga a su padre, y termina con un gigantesco signo de interrogación el temeroso drama de la vida y de la muerte”.
En sus tragedias hay la vida en cada uno de sus rostros. Harold Bloom, penetrante conocedor de William Shakespeare, menciona un prefacio de Samuel Johnson en una edición de las obras del autor inglés:
“Éste es el mérito de Shakespeare: que sus dramas son el espejo de la vida; que aquel cuya mente ha quedado enmarañada siguiendo a los fantasmas alzados ante él por otros escritores, pueda curarse de sus éxtasis delirantes leyendo sentimientos humanos en lenguaje humano, mediante escenas que permitirían a un ermitaño hacerse una opinión de los asuntos del mundo y a un confesor predecir el curso de las pasiones”.
En esta misma situación debe estar el propio Hamlet. Personaje espeluznante si no hubiera asumido las dos partes humanas en que la arcilla y el espíritu intentan perpetuarse sobre el destino de la vida, que la mayoría de las veces es brutal.
No lo sabemos, y aún así es admisible que el Príncipe de Dinamarca - si Shakespeare no lo encadenara a su irremediable destino -, hubiera podido dialogar con su propio yo, y con ello defenderse de su insaciable destino e impedir que se encontrara envuelto en tantos brutales asesinatos.
Shakespeare era un actor enorme, y lo indican las crónicas de aquel entonces. Para él, las puestas en escena en el Teatro The Globe de Londres, eran despiadadas y apoteósicas. Así era la época.
Aún hoy se debate - y eso no importa nada – si algunas de las obras del Bardo de Avon las escribió el dramaturgo y poeta Christopher Marlowe, el mismo que Anthony Burgess lo matizó en su libro “Un hombre muerto en Deptford”.
En esa narración, las dudas o certezas se dan la mano sin llegar a una decisión: ¿Era Shakespeare una disyuntiva que aún hoy no ha sido resuelta?
Toda escritura es soportar un dilema: Plegarse dentro de todos y cada uno de los personajes incomprensibles que la razón rechazaría.
La existencia es un resudor sobre turbaciones con infinidad de indecisiones sin ninguna respuesta. Y un así, nos enganchamos a ella al ser parte enigmática de nosotros mismo. ¿Un arcano? Todo en nuestra vida parece que lo es.
Pensando en Marlowe, recordamos que el emperador Adriano, al trasluz de la creación literaria de la admirada Marguerite Yourcenar, nos adiestró a soportar los golpes de la vida. No es difícil. Al caminar sobre ella nos acostumbramos.
En este momento, al final de los años que hemos estado frente a esta pantalla del ordenador en la que escribo, me veo en Villa Adriana de Tivoli, cercana a Roma, y observo al emperador inclinado y débil. Está trazando unas letras, las últimas para la posteridad, y ahí su último recuerdo es para su joven amante Antínoo, ahogado en las aguas del río Nilo.
Y en ese momento escribió: “Esta mañana pensé por primera vez que mi cuerpo, ese compañero fiel, ese amigo más seguro y mejor conocido que mi alma, no es más que un monstruo solapado que acabará por devorar a su amo”.
No es ningún agrio arcano. Nacer es comenzar a poseer el gozo de poder conseguir el amor bienhechor, al ser esa esencia legataria, la cognición que nos hace ser innegablemente hombres y mujeres, bajo cuya cualidad, reivindicar por encima del propio hipogeo, el valor inconmensurable de la libertad plena.
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